Obedece a tu pantalla y sé feliz




Algoritmo. Al abrir la tablet a primera hora de la mañana, encontró las recomendaciones del día. Un complejo sistema de algoritmos decidía por él. Durante años había navegado por páginas, había frecuentado redes sociales y hecho uso de ellas, había comprado y había vendido, dejando unas migajas de rastros –después de tanto tiempo, las cookies de datos alcanzaban el tamaño de pasteles con triple fondant– que permitían a las máquinas actuar por él. Había renunciado a ser para conformarse con estar.   


Plátano. Era obediente y creía que si las mentes más brillantes –“y fluorescentes”, decía con grandeza– del planeta configuraban los ordenadores pensando en él, en sus gustos, tenía que obedecer. ¿Acaso esos ingenieros no eran más fiables que él mismo, incapaz de la mínima operación matemática sin la ayuda de la calculadora? Cuando la tablet le sugirió que tenía que comprar el novelón de aquel escritor que odiaba a las mujeres, él hizo caso pese a que el tipo le caía mal, le parecían mezquinas sus opiniones y las historias sobre la segunda guerra mundial eran de una monotonía ideológica que lo dejaban pocho como un plátano maduro.


Folletín. La leyó, tardó semanas. La conclusión fue demoledora: ni para abanicarse le pareció útil (y mejor no intentarlo, porque lo único que podía conseguir era un librazo en la cara). Sin embargo, concluyó que el equivocado era él y no las máquinas, que solo querían su bien. Además, si el folletín ocupaba el primer puesto de las listas de ventas sería por algo. Tantos lectores no podían estar equivocados –ni los algoritmos que los mimaban–. Como penitencia se obligó a leer las obras completas del autor, que incluían desde vomitonas patrióticas a aventuras galácticas. Se curaría a golpe de tocho.


Gallo. En otra ocasión, los mensajes señalaron que le convenía ir de vacaciones a una remota población del norte, uno de esos lugares de alta montaña en los que a partir de las cinco de la tarde el planeta muere y resucita con el gallo. Obedeció, hizo las maletas, subió a trenes y autobuses y se plantó en ese fin del mundo cercano.


Orfeón. Lo recibieron los mugidos de las vacas como un orfeón peludo. Se alojó en un hotel rural, que almacenaba visillos y aperos de labranza suficientes como para organizar un museo etnográfico. Apenas encontró gente, porque él había hecho el camino inverso: los pobladores huían de esa soledad. Cada atardecer, se sintió extinguir con la última luz tras la última cumbre. Nunca antes había notado de una forma tan clara la presencia de la muerte. “Las operaciones matemáticas de esa gente de Silicon Valley son sabias –se dijo–. Esta ha sido una lección de vida”.


Vibración. Esa mañana –después de un educado “buenos días” cibernético y una taza de un café pésimo pero avalado por la pantalla–, las corporaciones que organizaban su existencia le propusieron una pareja. Nunca había tenido problemas de relaciones ni había entrado en páginas de contactos: se ennoviaba a la antigua, con amigas de otros tiempos o recién conocidas. Le extrañó que, sin ser usuario de los servicios de citas, supieran sus preferencias. La mujer que aparecía en la llamada era rubia, de ojos azules, con pecho prominente: ni siquiera parecía humana. Pero ¿quién era él para juzgar a los gurús? La miró bien y comenzó a sentir algo: a lo mejor era amor o el modo vibración del móvil.



Beldad. Clicó y leyó la desgraciada historia de aquella beldad, que le pedía dinero para escapar de un infierno balcánico y poder reunirse con él en algún paraíso. No era una cantidad excesiva, la suficiente para comprar un billete. Como tantas otras veces, introdujo su contraseña y autorizó el pago al banco. Se asombró de lo mucho que Silicon Valley sabía de él, incluso sobre cosas que jamás había pensado, había deseado o había amado. 



     

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