Ser un hombre



Sexualidad. Hace tiempo, una amiga me dijo que teníamos que plantearnos qué significaba ser hombre hoy. Ella escribe mucho sobre la feminidad, nueva o vieja, y tenía la sensación de que los hombres no reflexionaban sobre su condición, sobre los cambios, sobre la pérdida de hegemonía, sobre la nueva sexualidad. Tiene toda la razón. Ser hombre hoy es habitar la confusión. El rol machista era cómodo en cuanto que convertía a los varones en reyes de la creación y su justo y progresivo desmantelamiento ha llevado a muchos individuos a una orfandad de género, incluso a los que no se consideraban dominadores pero que se comportaban de ese modo por contagio social –y por aprovechados.

Bula. La igualdad es inapelable –como no podía ser de otra manera–, así que desconcierta la bula que se autorregalan ciertos tótems. Recuerdo un artículo de una célebre periodista –y que he buscado para no errar– en el que contaba la reacción fisiológica al escuchar música antigua: “Esa música, esos coros, me ponen los pezones de punta. Cosa que ya no consigue prácticamente nadie”. En otro texto, la autora sentía la misma turbación pectoral en presencia de Sean Connery. Si un tío hubiera escrito sobre excitaciones al ritmo de una viola de gamba o frente a una actriz escocesa, ¿qué habría pasado? ¿El humor puede ser la coartada? Se dirá, y con razón, que el atropello machito va durando desde el paleolítico y que esa salida es solo un pellizco de pimienta, pero ¿ayuda en algo para que todos nos sintamos cómodos en sociedad?

Culo. Continúo con algo más reciente: esta vez, la perorata de un leidísimo escritor en la radio. Discursea sobre los selfies y, al referirse a aquel desnudo que un hacker robó a Scarlett Johansson, se relame. Mmmm. Y dice, más o menos, que “tiene un culito para comerse hasta los huesos”.

Macho. Sé que lo ha soltado con plena conciencia para que un memo como yo se cabree y escriba artículos como este. Lo que hace es acogerse a la inmunidad del macho sesentón y bufo –dispuesto a triturar convencionalismos– para soplar lo que le da la gana, siendo plenamente consciente de que cangrejea, de que va hacia atrás. Seguramente argumentará que molestar es una misión de escritores. El locutor que le sirve de espárring no protesta y el novelista divaga con otras cosas. La frase repugnante queda impune.

Acero. A la periodista y al escritor les encanta la controversia y se crecen con ella. Los dos  son personajes de acero, a los que la llama de la protesta apenas los calentaría.

Machista. Sin embargo, lo escrito y lo dicho son distintos. Algunas personas defenderán el feminismo de la periodista porque entienden que su frase respira libertad y descaro, y que es nimia respecto de las toneladas y toneladas de barbaridades que han escuchado a lo largo de la vida del lado verraco. En cambio, todos estarán de acuerdo en que el comentario del escritor es asquerosamente machista. Precisamente el escritor, estratega del incordio, podría argumentar lo mismo: que su frase respira libertad y descaro.

Alborotar. A mí me molestan ambas porque nacen de la superioridad (mucho más la de él por la intromisión en un cuerpo ajeno). ¿Es eso ser un hombre contemporáneo? Que unos pezones crezcan más o menos estimulados por la música sacra o por Sean Connery es algo que me resbala, pero que se utilice abusando de la confianza del lector me subleva. De lo otro, nada más que comentar por impresentable y rancio.

Heterosexual. ¿He respondido qué quiere decir hoy ser un hombre? No. Porque no lo sé. Parece como si el vulgar hombre heterosexual fuera el cómplice del patriarcado, una antigualla en los tiempos del género fluido, y que tengamos que reír con las tetillas y jalear la machada de aquel tipo. Y lo único verdadero es que solo somos hombres, hombres intentando comprender qué es ser un hombre.





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