El Sindicato de Abuelos Mirones // #CuentoTallaS



Bingo. El funcionario del registro de asociaciones los estudió tras unas gafas panorámicas del tamaño de una valla publicitaria. Diez hombres mayores le entregaban los papeles requeridos con la ilusión con la que compraban cartones en el bingo. Invadían la pequeña sala con sus cuerpos menudos y leñosos: tres bastones, una bomba de oxígeno, ningún tacataca. Gorras con la visera corta, cabezas de piedra seca, camisas de manga corta y pantalones demasiado grandes para las anatomías menguantes. Querían dar de alta la agrupación Sindicato de Abuelos Mirones (SAM). El nombre había sido motivo de debate con gran agitación de dentaduras. En una disputa anterior, a uno de los integrantes de la comitiva se le habían escapado los piños falsos durante un intercambio dialéctico. La pieza acabó mordiendo accidentalmente la oreja de un compañero. Desde entonces lo llamaban el Dientes de Sable, o el Drácula Volador.  


Yayoflauta. El nombre Sindicato de Abuelos Mirones llevaba a la confusión, dijeron los sensatos. Alguien podía creer que el objetivo era el merodeo por las playas, y nada más lejos. Advirtieron: “Nos llamarán viejos verdes”. Al final se impuso el sector atrevido y provocador, con vista para el márketing, que argumentaba lo siguiente: “¿Acaso los yayoflautas habrían impactado de llamarse Abueletes Solidarios o Hippies de la Tercera Edad?”.


Brigada. El SAM pretendía montar rutas por las obras para dar un aire cultural a la actividad atávica de los abuelos. La organización era capital. Les apenaba ver a compañeros agarrados a las vallas bajo un sol de lanzas. Solos, abatidos, con la mano haciendo visera, transformándose en cenizas. Los del SAM, gracias a un fondo común de las míseras pensiones y a donaciones de los parientes y amigos, disponían de sillas de plástico y sombrillas de bar, rescatadas de un cierre; de ventiladores a pilas, de neveritas para las bebidas frías y de tuppers con aceitunas, banderillas y ganchitos de marca blanca. Metidos en fundas de plástico transparente, los cuadros con los que planificaban la recogida y devolución de los concurrentes en coches particulares conducidos por los nietos. Como si fuera un programa de mano, las descripciones de las obras a visitar con las especificaciones: vehículos pesados, más de 15 plantas, tiempo de ejecución, número de paletas en la brigada, otros trabajos de la empresa constructora. Mapas de la ciudad con los puntos en los que ir deteniendo el tour del hormigón a la manera de las visitas turísticas.


Aguacero. Cada uno de los miembros del SAM era una enciclopedia ambulante –en carril lento– de los cambios urbanísticos de la ciudad. No recordaban qué habían cenado, pero sí cómo se inundó, mucho tiempo atrás, un equipamiento municipal en los primeros días de cimentación tras un aguacero torrencial. Entre sus planes estaba el ofrecerse al concejal del ramo para reconstruir en algún tipo de estudio la ciudad de las zanjas. Era estas la que indicaban la salud económica de la capital. Los veranos en los que se rajaban muchas calles para sacar los intestinos eran los de la opulencia. El tráfico se asfixiaba, los vecinos se agobiaban, pero las taladradoras hablaban, con ensordecedor lenguaje, de la excelente salud económica  –y eso solo lo entendían los mirones. Eran unos estudiosos de las demoliciones, de los encofrados y la transformación, si bien para la mayoría eran jubilados en busca de un pasatiempo. Atesoraban un conocimiento útil para predecir los ciclos económicos.



Pancarta. Ante el funcionario de las gafas gigantescas depositaron el acta fundacional y los estatutos. El hombre les dijo que tenían que esperar tres meses para ver si recibían la autorización, aunque dudaba con el nombre. Detrás del comando de decanos, sus parejas de siempre, o novias, ya que algunos reverdecían tras la viudedad. Ellas alzaron, satisfechas y ruidosas, la pancarta de su propia asociación: el Sindicato de las Abuelas Satisfechas por no Tener a los Abuelos Mirones en Casa. 



          

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