Una (embarazosa) comida con Anthony Bourdain
Este no es un retrato
hagiográfico de Anthony Bourdain. Solo es la evocación de una comida que
compartí con él, de la que recuerdo unas cosas determinadas y sobre la que
nunca había escrito. Sé que fue incómoda y un privilegio y que lo primero ha
perdurado en el tiempo.
Su suicidio me sobrecogió
porque lo percibía como un vitalista, sin tener argumentos para sostener la
afirmación. Otros cocineros decidieron acabar de forma violenta, como Homaro
Cantu, que se ahorcó en la cervecería que estaba a punto de abrir en Chicago.
Bernard Loiseau y Benoît Violier eligieron escopetas. ¿Por qué se suicidan los chefs? podría ser el título de una novela
policiaca, género afilado que Bourdain también manejó. La respuesta a la complejísima
y dolorosa pregunta no es el objeto de este sencillo texto. Se suicidan los
cocineros, los cirujanos, los obreros, los periodistas, ellos y ellas. Se
suicidan porque vivir es difícil.
Queda tan lejos el año
2002 que no sé situar el mes del encuentro. Debía de hacer frío porque Bourdain
vestía una chaqueta de piel. Negra o marrón. Alto, desgarbado, flaco, la cara
tallada con instrumentos de carpintero, el pelo gris camino de un blanco romano
y senatorial. En un peplum podría
haber sido el que llevaba de farra a César por los lupanares de Roma. Tenía 46
años y fama mundial tras la publicación de Kitchen
Confidential (2000, Confesiones de un
chef), donde explicaba que lo más negro de las cocinas no era el culo
quemado de las cazuelas. Aquel tipo me intimidaba. Sabía que los chefs no eran
Bambi, pero pensaba en Bourdain como en el cazador que mató a la madre.
La comida la organizó
Anik Lapointe, entonces editora de RBA, la compañía que ha publicado en España la
mayoría de los libros de Bourdain. El lugar de la cita fue el restaurante
Florentina, ya desaparecido. Ocupamos una mesa discreta entre dos muebles.
Bourdain se debió preguntar por qué demonios lo habían llevado a comer con un
extraño. El motivo de la visita a Barcelona era convencer a Ferran Adrià de que
participara en un documental. Después de la comida iría al Taller para
encontrarse con él. Quería saber cosas sobre Ferran y El Bulli. Durante hora u
hora y media intenté explicar por qué en Cala Montjoi había renacido la cocina.
Fue angustioso con mi inglés de lavaplatos. Anik hizo de traductora y gracias a
sus esfuerzos pude articular un discurso, que entonces me pareció poco
convincente y aún menos aclaratorio. Tiempo después supe que resultó útil.
Supongo que conversamos de más cosas y yo quise saber sobre su trabajo. Con
honestidad, lo he olvidado.
Salí frustrado del
encuentro porque no vi al personaje locuaz, peligroso, descarado y seductor. Tal
vez fue el jet lag, tal vez fue mi
desarbolado manejo del inglés, tal vez que compartía tiempo con alguien que le
importaba un bledo. Ambos coincidimos en que la ventresca de atún estaba muy
buena. Una de las mejores que he comido.
Fue al Taller,
ciertamente. Se arrodilló con comicidad ante Ferran para pedirle perdón. En Confesiones de un chef había transcrito
una conversación con el cocinero Scott Bryan:
“¿Conoces a ese
tarambana malaúva?”, insistí, hablando del restaurante del momento, El Bulli,
de Ferran Adrià, en España.
“Ese tarambana malaúva
es un fiasco”, me dedicó [el cocinero Scott Bryan] una sonrisa de complicidad.
“Comí allí, tío. Y es… es un valor si de escandalizar se trata. ¡Comí un
sorbete de agua de mar!”.
“Fue toda la
maledicencia que conseguí sonsacarle”.
El documental se
tituló Decoding Ferran Adria (2004).
En el libro The nasty bits (2006, Malos tragos) cuenta la epifanía en
Montjoi. Regresó más veces, fue amigo de Albert y Ferran, rodaron juntos otros
episodios para la televisión. En abril del 2011, tras otra estancia en la cala,
escribió en Tumblr la nota Where the
roads end: “Le debemos todo a la voluntad de Ferran de llevar a su casa a
una víbora como yo, a pesar de la hostilidad anterior a la idea de lo que
estaba haciendo”.
A lo mejor la
embarazosa comida en Florentina sí tuvo un sentido y provecho.
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