Cuentos víricos // El misterio de la galleta












Tuvo muy poco tiempo libre en aquel viaje profesional a San Francisco, pero se saltó un par de tediosas conferencias para pasear por las calles. O cabecear o callejear, pensó, y se decidió por lo segundo. La hora de comer lo pilló en Chinatown.


Caminaba y, de repente, una mujer salió despedida de algún lugar y le dijo con un grito y una sonrisa: “Es el mejor chino de la ciudad”. Ningún elemento externo indicaba que allí dieran de comer. Una fachada sin cartel y una puerta sin cristal. Entró y encontró un gran comedor desangelado como un piso de muestra. Mesas con protectores de plástico transparente y personas silenciosas y con prisa.

Pidió cangrejo con pimienta negra y lenguas de pato, más que nada por salir de la rutina y poder contar a la familia alguna aventura y recrearse con la cara de asco del hermano.

El cangrejo le dejó la lengua en llamas y las de pato, indiferente. Fue como masticar un chicle sin sabor. Al terminar, le acercaron con la cuenta una galleta de la fortuna. Tras romperla, encontró un mensaje: “Si te duele el corazón ve al cardiólogo”. Le pareció un aviso extraño, entre tétrico y cachondo. ¿Era una instrucción médica o amorosa?


Pensaba que esa especialidad tan popular en California solo contenía proverbios y frases con una sabiduría cleenex, para tirar de inmediato. La guardó en la cartera como segunda curiosidad del viaje después de las gomosas lenguas de ánade.

Solo años después volvió a acordarse de aquello en otro restaurante chino, este, en su ciudad natal. Después de un banquete a bajo precio en los que le sirvieron los platos estrella que los chinos nunca preparan en China, también le dieron uno de los saquitos crujientes a modo de despedida.


Las letras en su interior lo dejaron perplejo: “Socorro: he sido secuestrada”. ¿Era de verdad o una burla? Se planteó si se trataba de un mensaje de auxilio de alguien esclavizado en un taller de galletitas o el humor salvaje de un guionista. ¿Cómo saberlo?

Buscó a un empleado para mostrarle el papelito, pero enseguida se avergonzó. Le pareció imposible la situación. ¿Una mujer (estaba escrito en femenino) amasaba una pasta dulce y, en un despiste de los captores, alertaba de la situación con la frágil mensajería? ¿Y si la detenida era la escritora de los telegramas enharinados? Lo más probable era que no existiera ni la una ni la otra.

Regresó al establecimiento en busca de respuestas. La rutina se repitió con la cuenta. La nota apremiaba: “Sálvame, pero si avisas a la policía me matarán”. ¿Eran notificaciones particulares o generales? Miró alrededor por si otros clientes estaban en la misma situación, pero el resto de comensales movía los palillos con indiferencia.


A la noche volvió a sentarse. El encargado lo recibió con la mejor de las sonrisas. Por tercera vez hubo noticia: “En mi confinamiento, preparo las galletas pensando en ti”. Esa intriga lo obligó a acudir a diario al comedor

Superó la superficialidad de la primera parte de la carta –disponible para contentar a los clientes occidentales de cobarde paladar– para sudar y sentirse vivo con las especialidades picantes de Sichuan.

La lengua, de nuevo, vibraba. Su cuerpo vibraba. El mejor momento era final, cuando esparcía los trozos de galleta. “Enjaulada, aguardo el día en que vendrás a por mí”. “¿Has comido bien, mi amor? El postre soy yo”. “Estoy cubierta solo con harina”. “Mi fortuna es haberte enamorado con una galleta”.

El encargado vigilaba atentamente la sala. Ya no sabía cómo continuar la narración. Se le acababan las ideas. ¿Con qué argumentos podría retenerlo?


El negocio de la hostelería era cada vez más complicado. No solo había que dar bien de comer, sino crear historias con gancho para conquistar al comensal.




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