Franconstein







Caudalosa. La exposición Franco, Victòria, República, en El Born Centre de Cultura i Memòria, fue un éxito antes de su inauguración: los medios de comunicación recogían la caudalosa controversia de si era conveniente o no que Franco volviera (de nuevo) a la calle. Que estuviera decapitado parecía un detalle menor, si bien la magnificencia del general a caballo quedaba manifiestamente demediada. Aquel general era bajito, así que era una figura desproporcionada. Un pony habría sido más coherente.

Cobre. Además, los malvados estrategas del Ayuntamiento de Barcelona –odian a Ada Colau porque la temen– no pretendían posarla en cualquier calle, sino en el kilómetro 0 del independentismo. Y tenían razón, porque ¡mira que había plazas en las que varar el iceberg de cobre!

Guillotinado. Normalmente las exposiciones tienen un discreto transcurrir en los espacios especializados de los diarios, así que no había que desdeñar el impacto mediático del descabezado. Mezclar argumentos sociales, históricos, personales y emocionales generó una estupenda propaganda para que los ciudadanos se acercaran a contemplar al guillotinado.

Nuca. Fui a los cuatro días de la apertura, a la hora de comer, y al menos 30 personas estaban delante de la pieza. Su comportamiento era contemporáneo: se hacían selfis. Parece que da igual fotografiarse ante un asesino que ante un ídolo adolescente del poperío. La cosa es decir: “Yo estuve allí”. Se me erizaría la nuca si me retratara con Franco detrás.

Amazona. Día sí y día también, alguien añadió algo a este Sleepy Hollow a la española. Primero huevos, después una estelada, a continuación una muñeca hinchable a modo de amazona, en un coito imposible. “Colocaron una cabeza de cerdo donde estuvo la suya”, contaba Marc, vecino de la zona. La testa porcina y discursiva abría las posibilidades a otros cráneos que completaran el Franconstein.

Terapéutico. El monumento había sido colectivizado –el otro, el de la Victoria, seguía intacto, lo que demostraba el fetichismo hacia el personaje–. Pasó de ser el coco a objeto terapéutico. Mutaba a medida que pasaba el tiempo. Todos somos artistas, y antifranquistas: ese podría haber sido el lema. La figura iba siendo desfigurada. Supongo que alguien documentaba la transformación.

Gay. En el suelo, cerca de las pezuñas del animal, unos botes de espray que alguien dejó para uso comunitario. Un espontáneo saltó los cordeles de seguridad. Su pareja lo jaleaba: “Pinta una línea roja, otra amarilla, otra azul, otra verde…”. Trabajaba la placa del suelo en la que se contaban detalles de Franconstein. El cuerpo del caballo había sido atravesado por el arcoíris del colectivo gay. El franquismo encarceló y torturó a los homosexuales. Pintar el corcel era una respuesta leve, pero llamativa. En la grupa del animal había una pegatina y un enigmático 3. Bajo la crin, unas letras: Joventut Comunista. El lado de la composición ecuestre que daba al edificio de El Born había sido poco alterado por los barceloneses. Se acercaron unas escolares y el color de las mochilas coincidía con el de las pintadas.

Jinete. ¿Cuál era la historia de la cabeza? ¿Dónde estaba? ¿Quién la cortó? Alguien la descubrirá un día en un almacén municipal, metida en una caja y cubierta con serrín. ¿O habrá sido fundida?

Iconoclasta. La noche del 20 de octubre, Franco fue descabalgado. Lo trasladaron a unos almacenes municipales en un apropiado vehículo oficial: el camión de la basura. Hubo preocupación por la salud del caballo. Si los iconoclastas se hubieran esperado un mes, habrían escenificado los 41 años de la muerte del dictador. El régimen duró 40 años y cuatro días, que son los que el bronce estuvo a la vista. El plan genial también cayó con la bestia: ya nadie podrá desfogarse alterando la estampa.   


Carcomer. La mayoría de grandes monumentos fascistas han sido expulsados del espacio público –no el de Tortosa–, pero perviven las miles de placas con el yugo y las flechas en las fachadas de los edificios. Ese recuerdo de que el franquismo carcomió nuestra intimidad.






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