Puerta tapiada // #CuentoTallaS




Guillotinar. Era el último inquilino del bloque. El resistente. El viejo y carcomido pilar. Para entrar o salir del edificio tenía que apartar una chapa de metal –se había rascado los brazos y las manos un par de veces– mientras, trabajosamente, metía la llave en la puerta de madera, que en otros tiempos fue sólida y hermosa y había ido degradándose por la falta de mantenimiento y el uso continuo. La placa de acero era el último intento de la nueva propiedad de guillotinar el acceso a la vivienda. El barrio antiguo estaba sometido a eso que los sociólogos llamaban gentrificación y que en realidad era una centrifugación. El precio al alza de los alquileres o de las viviendas en venta expulsaba a los vecinos como el peine de púas de acero arrancaba los piojos de las caballeras escolares. Él era, a ojos de los especuladores, un piojo, un ser diminuto, voraz, maligno, chupóptero y cargado de sangre al que había que reventar con la uña.

Astilla. Era viejo como el portalón y sentía las articulaciones clavadas de astillas. Pagaba un alquiler de renta antigua y en eso consistía el argumento de los matones para echarlo. Una vez el edificio estuviera vacío lo derribarían para construir lofts o tríplex para los ricos y los nuevos profesionales (o los nuevos profesionales ricos), que, cansados de habitar el exterior ajardinado de la urbe, tenían prisa por reconquistar el centro. Les resultaba incómodo tener que coger los coches de gran cilindrada para llevar a cabo cualquier gestión. En la parte alta de la ciudad no había supermercados, para desanimar y alejar a las clases medias.

Gárgola. Los pudientes huyeron del centro y de las callejuelas empedradas porque los nobles e historiados edificios que habitaron sus familias quedaron encajonados y eran insalubres y los terciopelos se pudrían y los escudos de armas se oxidaban. Se largaron a la montaña, donde se respiraba mejor, y sus viviendas fueron tabicadas y el lugar que había ocupado una sola familia se convertió en el hogar de diez. Los palacios, adecuadamente compartimentados, pasaron a ser mini viviendas. Las palomas cagaban en las gárgolas. Esos tiempos acabaron y, conquistadoras, las grandes familias repoblaban el centro para glorificar a sus antepasados y porque las tiendas pijas estaban más cerca.   

Artrosis. Era verano, vestía manga corta y se había rajado –sin que la sangre llegara a salir– al cruzar la chapa. Una raya roja le atravesó la muñeca derecha como si fuera la línea punteada de un paquete abrefácil. Cargaba una bolsa de plástico con dos latas de atún, un paquete de macarrones y otro de arroz. Subió las escaleras. Puerta tapiada. Puerta tapiada. Puerta tapiada. Puerta tapiada. Olor a mil familias. Puerta tapiada. Puerta tapiada. Salía poco de casa porque temía que un mañana, a su regreso, los albañiles de la inmobiliaria hubieran alzado una pared para impedir la entrada. Durante el último tramo de escalera, que subía con la lentitud de las estatuas por culpa de la artrosis, el corazón llamaba para salir. Todo en orden. La puerta seguía en su sitio sin obstáculos a la vista. Entró y el silencio lo saludó. Todas las familias se habían ido; unas, intimidadas; otras, por el fin de los contratos. También había habido fallecimientos de ancianos de pergamino. Él era el último bicho. Le constaba que así los llamaban en clave. Se vende edificios con bichos quería decir que había inquilinos.


Faraón. Se despertó con el timbre, calambrazos en el aire. Arrastrando los pies, en pijama y zapatillas, se acercó a la puerta y los vio por la mirilla: supo que había llegado la hora. Vio a dos hombres. Aporrearon la puerta: “Oiga, oiga, ¿hay alguien?”. Durante un rato siguieron llamando al timbre y a la puerta. Después los oyó trabajar, y silbar. Sabía que tapiaban la puerta. Escuchó el movimiento de la paleta sobre los ladrillos. Se sentó en una butaca del comedor dispuesto a morir. Había vivido como un obrero, pero lo enterrarían como a un faraón. No estaba seguro de tener tiempo de convertirse en momia.

                

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