La respuesta está en el horóscopo // #CuentoTallaS



Kamut. La rutina consistía en salir de casa temprano, acercarse al quiosco y comprar el periódico –había cambiado dos veces de ruta y destino por los abandonos de los quiosqueros– y entrar en una panadería de confianza, donde pedía siempre una barra de pan tostada, nunca una baguette, ni una pieza integral, ni una con multicereales o con kamut, ni con ninguna otra harina sugerida por las revista con las palabras salud, mente o espiritualidad en la cabecera. Le parecían debilidades y rarezas generadas por esas publicaciones para hacer sentir culpables a sus lectores, alpiste para ciudadanos con mala conciencia o que añoraban los dos días lluviosos y supuestamente románticos que pasaron en París. Costra crujiente y, a poder ser, con la miga humeante. Había oído que el pan caliente era una patada en el estómago, pero la ilusión infantil de llevarse a la boca un pedazo recién horneado era superior a cualquier recomendación.


Veta. Carpintero jubilado, tenía manos de madera, sólidas y con vetas: extendía la mantequilla sobre el pan con la facilidad con la que el patinador se deslizaba sobre el hielo. Se servía un café largo y aguado, rebajado de todo, de color, de sabor y de café, porque aquello ya no podía considerarse genuino café. Buscaba entonces las instrucciones para cumplir con la jornada. El diario crujía como la costra del pan, y el hielo a punto de romperse. En el horóscopo encontraba las respuestas. Su signo era sagitario. Veamos, ¿qué dice de sagitario? “Recuperarás una vieja amistad y pasarás un buen rato con ella. Sé prudente con el dinero. No es un buen día para hacer negocios”. Oh, emoción y expectativas.  ¿Con quién sería ese misterioso reencuentro?


Cirio. Siempre había confiado en los horóscopos. La única debilidad intelectual, la única superstición. No era un hombre de fe, evitaba las iglesias, le deprimían las lágrimas secas de los cirios. Creía en Einstein, en Stephen Hawking, en el colisionador de hadrones, en el acelerador de partículas y en la genética como salvadora de la raza humana. Leía libros divulgativos sobre antropología y neurociencia, volúmenes de sabios escritos para todos los públicos y que consumía con gran afectación, como si fueran cócteles sofisticados. Entre sus amigos, tenía fama de erudito y él se recreaba en ese prestigio y conferenciaba para otros jubilados –bostezos y mus– mientras compartían carajillos de Anís del Mono porque la etiqueta tenía que ver con Darwin. En el pasado, mientras cepillaba una puerta o lijaba unas estanterías, pensaba en la física cuántica y en si los agujeros negros no serían más bien pardos.


Zodiaco. A pesar del pragmatismo y de la verdad científica, el carpintero retirado leía cada mañana el horóscopo en busca de pautas de comportamiento. Si el pronóstico era malo, envidiaba la buena suerte de los otros signos. Si era propicio, se regodeaba en la fortuna. Dio otro sorbo al agua con café y mordió el último trozo de pan con mantequilla, con la pena de aplazar ese gozo hasta la mañana siguiente. En el desayuno intentaba comer solo media barra para destinar el sobrante a la comida y la cena. ¿Se cumplían siempre los vaticinios del zodiaco? A menudo. Cuando era aciago, tomaba medidas radicales. No salir de casa, por ejemplo. Incluso en una ocasión se perdió unas vacaciones en Benidorm porque los astros le recomendaron no viajar.


Pulga. Soltero competente, recogió y limpió la mesa. “Recuperarás una vieja amistad y pasarás un buen rato con ella”. Abrió una libretita con unos números de teléfono escritos con letra de pulga. Con un dedo repasó uno a uno los nombres. Decidió llamar a un amigo de juventud con el que cada Navidad intercambiaba protocolarias felicitaciones. La técnica para que el veredicto se cumpliera era empujarla, facilitar que sucediera. Era lo que llamaban una profecía autocumplida. Cuando sonó una voz al otro lado del teléfono, el carpintero habló: “¡Ya me decía mi horóscopo que hoy tendría un grato reencuentro!”.  




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