Academia de Historia Twiteriana // #CuentoTallaS




Crédulo. En el fin de los días, Twitter se tragó la cultura escrita. Desapareció la impresión y pronto Gutenberg solo fue un recuerdo de metal fundido. Los optimistas decían, con el entusiasmo de los crédulos, que jamás se había escrito tanto, si bien la frase era deliberadamente incompleta: jamás se había escrito tanto y con tan poco tuétano, jamás se había escrito tanto y tan mal, jamás se había escrito tanto y las mujeres y los hombres estaban tan solos.


Abalorio. Las edades de oro se sucedieron como cuentas de abalorio. La primera en perder el brillo fue la de los blogs, bitácoras que se hundieron porque daban demasiado trabajo. Los bloggers, que se alzaron con la verdad de los puros y promovieron manifiestos para denunciar la corrupción de la elite de los libros y los diarios, dejaron la escritura al comprobar que era labor de creyentes y no de obispos. Conseguir algún dinero con honradez se transformaba en una actividad menos atractiva que despulgar a un chucho callejero. La red se convirtió en un cementerio blogger, con tumbas abiertas y los cadáveres mal enterrados. Algunos exploradores entraban en los viejos templos y leían reliquias de 2011, o de 2008, posts sin continuidad cuya lectura reforzaba la sensación de estar en una casa vacía, de la que los moradores habían huido con precipitación. ¿Qué sucedió allí? ¿Acaso había caído una bomba de las llamadas limpias –tan sucias–, que aniquilaba lo animado y respetaba lo inanimado?


Humedad. La inactividad de los blogs dio paso a los hilos de Twitter. La red desovilló madejas suficientes para ahogar a millones de gatitos. Los hilos atacaban el espíritu del lugar. En el reino de los 140 caracteres, los espabilados burlaban la ley al enlazar brevedades hasta completar un discurso. Con algunos hilos se bajaba al infierno. Otros parecían la lista de la compra. Todos venteaban el tufo de los trascedentes. ¡Necesitaban expresarse!, decían. ¡Necesitaban divulgar su pensamiento!, decían. Los nuevos charlatanes encontraban en el cielo azul del pajarito un horizonte sin límite para las prédicas. El humor seguía presente; la inteligencia, también;  vacunas inútiles para combatir las bacterias de la estupidez y de la maldad. Por supuesto, los haters existían antes de Twitter, pero se multiplicaban aprovechando las adecuadas condiciones de humedad y oscuridad.


Drogodependencia. Algunos médicos se especializaron en la adicción. ¿Cuánto tiempo podía estar un ser humano sin consultar su cuenta? ¿Segundos, minutos? De una manera compulsiva, el personal recorría el timeline en busca de novedades, si bien no daba tiempo a que se refrescara. Los especialistas en drogodependencias recomendaban la metadona del Tumblr y equiparaban la peligrosidad del tuit a la del cigarrillo.


Palimpsesto. Los historiadores vivían su peor crisis desde los tiempos de las tablillas de barro y de los palimpsestos. Volatilizados los libros y los diarios, ¿cuánto tiempo les quedaban a los documentos? ¿Dónde se archivaban los millones de tuits que servirían para comprender el pasado desde el futuro? ¿Quién se ocuparía de separar la trivialidad de la trascendencia? Con candidez se promovió la idea de que la Primavera Árabe había sido un éxito porque la contaron en Twitter: cuando las rosas fueron pisoteadas por los autoritarios que florecieron en ese barro, pocas voces recordaron el triunfo mustio. Se alternaban el ruido y la claridad y entre tanta vocinglería era imposible saber qué era cierto.



Hostigador. La fundación de la Academia de Historia Twiteriana intentó ser una luz en el agujero negro. Las autoridades invirtieron millones, y millones. La alojaron en un palacete del siglo XVIII porque les atraía el contraste entre lo nuevo y lo antiguo. Los sabios de Silicon Valley desarrollaron un software específico. Al cabo de un año, la Academia de Historia Twiteriana cerró: incapaces de dar con la verdad, negligentes a la hora de separar la sustancia de la porquería, se convirtieron en acosadores, en hostigadores, sicarios de los 140 caracteres. Pero nadie se dio cuenta: cada individuo estaba ocupado con su propia cuenta de Twitter.




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