Los Normal // #CuentoTallaS




Pescadería. Los Normal eran una familia normal: Padre Normal, Madre Normal, Hija Normal e Hijo Normal. Vivían en un piso normal de un barrio normal de una ciudad normal. Padre Normal era cajero de un supermercado y Madre Normal, la encargada de la pescadería, algo que molestaba al primero porque cobraba más  y estaba mejor considerada en la empresa  (pero que no confesaba a los más íntimos, todos muy normales también, ni siquiera después de algunos gintónics azuzadores).


Estrambótica. En casa, Madre Normal llevaba el peso de las tareas, por lo que simpáticamente era conocida como la Jefa, argucia de los otros tres –Hija Normal se escaqueaba menos– para no dar ni golpe. De forma simbólica, Padre Normal se reservaba la preparación del arroz de los domingos, no así la compra de los ingredientes, de lo que se encargaba, cómo no, la mujer. De manera invariable abordaba la tarea dominical con la estrategia de un general napoleónico, moviendo grandes cantidades de materiales y dejando tras de sí litros de sangre, mutilaciones y muerte. Cocinaba en un recipiente demasiado pequeño para tantos productos distintos: lo que menos abundaba era el arroz. Por separado, cada elemento sabía bien. En conjunto era una abominación, una estrambótica montaña. Cuando el general se retiraba a hacer la siesta, Madre Normal entraba en la cocina con mascarilla, desatascador y mocho a limpiar la carnicería.


Zascandil. Cuando Hijo Normal cumplió 16 años le compraron una moto –argumentó que la necesitaría para llegar a hora al trabajo de media jornada en la hamburguesería–, pero se la negaron a Hija Normal cuando alcanzó la misma edad con la excusa de que era un trasto peligroso. Aplicaron la norma dispar a la hora de pactar el regreso a casa de madrugada en festivo: el chico podía apurar hasta la salida del Sol, pero la chica tenía que estar de vuelta, como muy tarde, a la tres. Cuando ella se quejaba de la discriminación, le decían que era para protegerla porque los hombres eran depredadores y aunque ella aseguraban que controlaba y no bebía, no fumaba ni se drogaba –a diferencia de su hermano, que fumaba, bebía y se drogaba, y no controlaba–, los padres insistían en que era por su seguridad: “Confiamos en ti, pero por la noche ya se sabe…”. A ella le dolía esa falta de fe porque era estudiosa y responsable y, probablemente, la primera Normal que iría a la universidad. Lo que aplaudían al hermano zascandil, se lo negaban a ella.


Grasa. Padre Normal bebía lo normal: un carajillo tras el bocata del desayuno, cerveza con la comida (a lo mejor, otra a la salida del trabajo) y vino barato para cenar. Los gintónics los reservaba para los fines de semana, orgulloso de su templanza al saber resistirse. Cuando comían juntos, el hombre vigilaba a la mujer y alguna vez le retiraba la copa para que no tragara tanto, aunque se metía muchísimo menos que él, ajena al ritual del carajillo, las cervezas y los gintónics: “A las mujeres el alcohol os sienta peor que a los hombres”. Con la misma seguridad la hacía callar –“pero tú qué sabrás”– cuando se reunían con otras parejas, en esas cenas en las que hombres y mujeres conformaban dos grupos distintos y que solo al final, cuando la grasa animal y el alcohol lustraban las venas, volvían a mezclarse.


Congelador. Cuando ella anunció que lo dejaba, él quiso saber por qué, pero, sobre todo, por quién. La mujer fue sincera y le contó que era cliente de la pescadería, que trabajaba de técnico en una compañía telefónica, que la valoraba, que no la insultaba, que no se emborrachaba. La hija –ambas lo habían hablado– se iría con la madre. Al joven le daba igual con quién vivir. Padre Normal pensó en gritarle, pensó en pegarle. Con una frialdad de congelador, le dijo que se apartara para dejarle ver el fútbol, que le trajera una cerveza y unas patatas y que se callara. Que solo la muerte separaba a la gente normal. La muerte de una persona como Madre Normal.

  




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