Tócame, no me toques // #CuentoTallaS
Sauna. En
la familia de Fran siempre habían sido “muy tocones”, en expresión de la
abuela. “Cálidos”, prefería la madre. “Cercanos”, concluía el padre. El
contacto era frecuente: se besaban porque sí, porque se querían, porque esa era
la manera de expresar el amor con lenguaje no verbal. Se hacían caricias, se
achuchaban. Fran y sus hermanos y hermanas habían crecido en esa sauna de las
relaciones personales. La proximidad entre los cuerpos era infrecuente en
un gran número de familias. Fran sabía de muchas en las que los padres y los hijos nunca
se rozaban, que mantenían una distancia administrativa. En su opinión, la
gelidez emocional impedía la confianza, mucho más importante para los vínculos
que la sangre. Renunciar a la intimidad del roce era comenzar a distanciarse. Cuando
padres e hijos dejaban en paz las mejillas de los otros, las familias
comenzaban a morir.
Carrillo.
Labios y carrillos se encontraban antes de salir de casa y al regreso. Se
masajeaban los pies mientras veían la televisión. Andaban por la calle cogidos
de la mano o del brazo. Cuando llegaban a un restaurante besaban a cada uno de
los amigos e idéntica cercanía practicaban al marcharse. Tíos y tías, sobrinos
y sobrinas, primos y primas recibían el mismo tratamiento amoroso. Para Fran
solo había dos tipos de personas en el mundo: a las que besaba y a las que no.
Las primeras formaban parte de la tribu; los segundos eran unos extraños.
Besaba al portero de la finca. No besaba al taxista. Besaba al charcutero. No
besaba a la cartera. Besaba a la señora de la limpieza. No besaba al
administrador de la finca. Besar o no besar, sentirse cerca o lejos. Un día quiso
romper la barrera y dedicar la misma estima a conocidos y desconocidos,
intentando ampliar al máximo la comunidad sensible.
Estrujón.
Convencido de las propiedades curativas de los abrazos y entrenado desde la
niñez en ese arte de la proximidad, Fran pidió una excedencia en la delegación
de Hacienda en la que trabajaba para recorrer el mundo prodigándolos. No era el
único mensajero del estrujón, puesto que decenas de peregrinos habían cambiado
el cayado por el movimiento aleatorio de los brazos. Se presentaban en las
plazas con un cartel en el cuello escrito en varios idiomas: “Se dan abrazos
gratis”. Buscaban reconfortar a los desconocidos, repartir dosis de ternura. No
siempre el receptor comprendía el alcance del acto. Así, muchas veces los
esquivaban con una finta que, de forma coloquial, era conocida como la cobra.
Para escabullirse de los mimosines había que tener la habilidad, la
velocidad y la fuerza de un jugador de rugby. Fran era un abrazador con la
potencia de uno de esos boxeadores que, para ganar tiempo, se agarran al
contrario como un koala sudado. Sus colegas lo admiraban porque nunca dejaba
escapar una presa.
Azafrán. Al
acabar el permiso regresó al trabajo de escritorio en Hacienda. Le costó llegar
a la mesa porque se entretuvo abrazando y besando a la totalidad de la oficina.
Era una acción en dos tiempos: besuqueo y apretón. Su aparición fue muy
comentada porque se comportaba como un monje, aunque sin la túnica azafrán. Se
había rapado la cabeza, lo que resaltaba la sonrisa beatífica. Al principio les
chocó la bondad que emanaba de la cabeza de huevo, pero con el paso de los días
la incomodidad se hizo presente. Fran no solo besaba y abrazaba a diario a cada
uno de los funcionarios, sino que también los masajeaba, los acariciaba, los
magreaba. Fue advertido varias veces de lo inadecuado del comportamiento, si
bien él continuó porque consideraba que, con aquellas manos sagradas, impartía
tranquilidad y buenas vibraciones.
Expediente.
Fue denunciado por varios compañeros, hombres y mujeres. En la oficina le
abrieron un expediente. Tuvo que buscar un abogado para afrontar un juicio por
acoso. Cuando entró en la sala y fue a abrazar al juez, el abogado tuvo la seguridad
de que sería condenado.
Comentarios
Publicar un comentario