Entrena como dios // #CuentoTallaS



Malla. Los padres de Rocky fueron propietarios de un afamado gimnasio en los años 80, celebrado en la barriada, donde las mujeres, y muy pocos hombres, coloreaban los tobillos con calentadores  y las frentes, con bandas elásticas con textura de albornoz. También guarnecían las muñecas con el mismo material y el conjunto no difería del de un paquete asegurado por distintas partes con cinta americana. Música de películas como Flashdance e instructores con bigotes y mallas fucsia tan apretadas que daban apariencia a los muslos de jamón cocido. Sesiones de aerobic con las coreografías aprendidas en los programas de la tele mañanera y en los vídeos beta, que se podían encontrar en la, entonces, masiva red de videoclubs, tejedores sociales, constructores de comunidad en aquellas aglomeraciones urbanas que hasta entonces habían tenido el bar como principal punto de encuentro. El videoclub y el gimnasio eran los lugares más modernos del barrio, por donde entraban las tendencias del otro lado del océano.


Tatami. Recordaba Rocky la gran sala con parquet, paredes forradas de espejos y la barra de ballet, donde las aspirantes –acné y melenas rizadas– a estrellas de la danza hacían sus pinitos con inclinaciones de cabeza, el brazo izquierdo curvado y la pierna engarfiada. Y el espacio donde se concentraban las máquinas, bicicletas estáticas en una carrera a ninguna parte. En otra estancia, las clases de artes marciales, con profesores con quimono –prendas secas como un bacalao y con un blanco de lejía– y niños saltarines que intentaban caer con cierto estilo sobre los tatamis verdes, que golpeaban con la mano abierta para hacer ruido e impresionar a los mirones. Vestuarios grandes con taquillas y bancos marrones en medio y toallas sin suavizante para pieles bravas.


Linimento. Rocky añoraba el olor a linimento y sudor, un perfume irrepetible que anegaba su cabeza de recuerdos. Dirigía en otra ciudad un centro deportivo, que en tamaño multiplicaba por cuatro el gimnasio familiar de aquel barrio en transformación en los años 80, que en la actualidad era un lugar residencial con un bulevar y zonas verdes, cotorras invasoras y ancianos renqueantes como palomas cojas. Piscinas cubiertas, salas de ciclismo indoor, de fitness, paredes de escalada… Cuatro plantas de forzudos y forzudas, de gente que en invierno prefería pasar frío a renunciar a mostrar músculos y que usaba, al menos, una talla más pequeña de ropa.


Taparrabos. Atento a lo último, Rocky había destinado metros cuadrados a las ruedas de camión del crossfit y a los troncos del paleotraining y en algunos momentos le parecía difícil distinguir el gimnasio de un campo de entrenamiento militar. La demanda era grande porque agradaba lo rudo y básico –¡tanto dinero invertido en máquinas de última generación para terminar recurriendo a un par de palos!–, una conexión con el pasado idealizada porque ningún oso de las cavernas perseguía a esos atletas con camisetas técnicas en lugar de taparrabos. Mientras los antepasados eran unos deportistas de la supervivencia, los nuevos primitivos se adiestraban por ocio.


Semidiós. Pronto, Rocky entraría en el libro de oro de los entrenadores: había creado un sistema propio, que estaba a punto de lanzar al mercado, aún con dudas sobre cómo llamarlo, si Entrena como dios o, más comercial y contundente, Sé dios. Dios en el gimnasio le parecía confuso y alguien podía creer que se trataba de un culto raro con curas fornidos. Había ideado tablas para derribar paredes a martillazos al estilo de Thor  y 12 pruebas de fuerza e ingenio para emular a Hércules (sabía que era un semidiós, pero ¿qué cliente distinguiría un pura sangre de un mestizo?). Se le resistía Shiva, del que sabía que era un dios destructor: las únicas prácticas que se le ocurrían era extremas y podían dañar a los deportistas. Esa noche, con el establecimiento cerrado y sin compañía en las instalaciones, tras haber entrenado a la manera de Thor y Hércules, intentó separar las aguas de la piscina. Se concentró, se esforzó, movió las manos. Nada, ni un temblor, ni una vibración. Decidió que, de momento, no incluiría a Yahvé en el programa.         



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