Iniciarse en comer roedores











Nunca he probado el perro –hacerlo es un tabú que no alcanza a otros animales de compañía– y tal vez en algún restaurante me hayan dado gato por conejo: se rumoreaba con maledicencia de esa metamorfosis en un sitio especializado en brasas al que iba cuando comencé a ganarme la vida.

Era mentira, claro, una infamia de la competencia disgustada por los cientos de clientes que ocupaban aquella masía. Preparaban unas costillitas de conejo al ajillo tres décadas antes de que ese manjar de huesos pudiera ser encontrado en una bandeja de súper. Que vendan las alitas separadas de los pollos es un triunfo del capricho, ampliamente superado por las diminutas costillas de conejo despachadas en cantidades masivas. No creo que exista un corte cárnico más pequeño y con menos chicha. Es un manjar que necesita de paciencia y dedos.

Escribo sobre la especie invasora para recordar el terror de un amigo norteamericano cuando, en ese mismo lugar que cito, nos vio atacar un conejo debidamente pasado por el fuego y que conservaba la cabeza y esa dentadura del que sonríe a la muerte. El horror del hombre era similar al de los primeros misioneros contemplando unas cabezas jibarizadas e intuyendo su propio destino disminuido. La cabeza es un trofeo para asustar a los melindrosos. Chuparla es extraer dosis mínimas de placer.

El mamífero lagomorfo da asco a los anglosajones porque lo consideran una mascota, sin tener en cuenta la capacidad destructora. Aunque no seamos hipócritas: los partidarios de su consumo no ayudamos a acabar con la plaga que campa libre, puesto que somos cómodos clientes de las granjas de cunicultura. Hace poco tuve el placer de huronear en un guiso de conejo recién cazado y su carne ofrecía la entereza del que no quiere rendirse.

Acostumbro a comer al dentudo –y lo recomiendo en una cazuela con sepia, tomate y tomillo– y he probado varias veces cuy, que así se conoce en Perú al simpático conejillo de Indias. He escrito simpático con la intención de confiar al lector antes de anunciarle hechos terribles.


Me inicié con el roedor en un restaurantito de Arequipa, donde lo servían con el intrigante nombre de “cuy chactado”. La técnica es simple y eficaz: lo fríen hasta convertir la piel en cristal con la ayuda de una piedra o una plancha de hierro, que lo aplasta. Se trata de un sometimiento postmortem con un resultado muy rico.

Entiendo que la alfombra con uñitas puede ser un espectáculo fatal para las almas sensibles pero los invito a reflexionar si son las mismas personas que van a Segovia a darse un festín de cochinillo. Acaso ese rechazo solo ocurre con los mamíferos, a los que queremos desfigurados para olvidar al ser original. También preferimos que la cabeza esté lejos del cuerpo. No soportamos la comida con ojos porque nos mira.

Las mismas razones por las que nos atrae el cochinillo, y esa piel que llena la boca de navajitas, son las que justifican gozar con el cuy o con el conejo. Son animales criados para la alimentación y es difícil establecer con ellos un vínculo social, aunque nos recuerden a ese peludo que alguna vez tuvimos en nuestra infancia y que acabó muriendo en el encierro familiar. ¿Cuántas mascotas han sobrevivido? ¿Cuántos cadáveres de peces, pollitos, hámsters, conejillos de Indias, tortugas y periquitos tenemos a nuestras espaldas?

Almaceno muchos libros de recetas peruanas pero no es común en ellos aportar ideas para el cuy. Los editores dudan de que se pueda encontrar ese ingrediente fuera de su ámbito y tienen razón. El triunfo del cebiche y su pulcritud y sensualidad han eclipsado platos ancestrales de una despensa de emergencia.


Comer roedor va contra esa sociedad de la abundancia y la piedad con la que nos hemos travestidos, olvidando, una vez más, que somos omnívoros por necesidad y no por placer.









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