Mi Mediterráneo




                                                                                                                                                                                     Señor Nariz






Mi Mediterráneo es el arenal frente al aeródromo de Castelló al que íbamos en los años del alquitrán. Al llegar, dejábamos el Seat 850 bajo alguno de los árboles de la carretera en busca de una sombra piadosa que nunca era suficiente. Entonces, la arena aún estaba fría gracias a la noche protectora, pero al marcharnos el Sol le había traspasado su poder y aunque parecía inofensiva a la vista, ocultaba la amenaza de los rescoldos. A saltitos, porque nos negábamos a calzarnos, llegábamos hasta la carretera con la satisfacción de los faquires. Observábamos entonces las plantas de los pies y allí estaba el alquitrán como huella imborrable y denuncia medioambiental. Los petroleros baldeaban en alta mar los deshechos de la civilización, que naufragaban en la playa con forma de pegote.

Mi Mediterráneo es la limpieza de esas plastas con aceite de oliva antes de subir al 850, operación que solo terminaba de verdad al llegar a casa. Pegados a la tapicería del coche porque la sombra solo había sido una ilusión, cubríamos a la velocidad de las moscas la distancia entre el Grao y el maset, en Vila-real, dispuestos a comer, con la esperanza de que hubiera arroz y un aperitivo de tellinas. Notaba la sal en la piel como una segunda epidermis y era un tacto desagradable, como si el salitre quisiera congelarme. Pero el agarrotamiento mutaba en felicidad después de la ducha y aún húmedo y con la sal en las pupilas –esa grata pesadez– poder, al fin, comer y sentir, con cada tellina, el mar en pastillas.

Mi Mediterráneo es La Pepica, en el paseo de Neptuno, tal vez el primer restaurante al que fui sin la excusa de una boda o una comunión. Entonces, València no estaba a 60 kilómetros de Vila-real, sino a 6.000. Celebrábamos una alta hospitalaria y fuimos a El Corte Inglés, acostumbrados a Simago y sus pocas plantas, y fue como subir al Empire State Building después de creer que el Micalet era lo más. Obsequiado con un balón de básket por mis padres y el regalo de un viaje en taxi, que tampoco estaba entre nuestros hábitos, nos llevaron a La Pepica. Recuerdo pocas cosas, a excepción del mar enmarcado, unos mejillones y el naranja lascivo de sus lenguas; con seguridad, una paella y la convicción de que quería, a partir de entonces, frecuentar los restaurantes.

Mi Mediterráneo es la aventura de recorrer 30 kilómetros en las bicicletas BH, ida y vuelta, entre el maset y el puerto de Borriana, atravesando dos ciudades y carreteras principales afeitados por los coches, mi hermano y yo, unos críos, para pescar palayas, que después mi madre rebozaba con harina y freía. Las cañas de fibra de vidrio y los carretes y los anzuelos y los plomos y las lombrices o la pasteta, hecha con miga de pan y aliños que he olvidado y el fuerte palpitar del corazón cuando un pez se enganchaba, algo que, por nuestra poca pericia, era infrecuente.

Mi Mediterráneo es el pulpo seco en un chiringuito de Les Rotes, en Dénia, y el arroz a banda de Casa Federico en Les Marines, paisajes simultáneos de roca y de arena, de dureza y de amabilidad. El reencuentro con unos platos ancestrales durante la época universitaria con repetidos viajes a Dénia desde Barcelona por culpa de Conxa, la hija de Federico y de Rosa, y la alegría de la pelota de puchero, y el misterioso toque de la nuez moscada, o las gambitas con acelgas, identidades que allí prevalecieron y defendieron ante las embestidas del fast food colonizador y del gusto único universalizado sin lugar para la disidencia. Conservar el bull de tonyina con cebolla ha sido tan responsable como proteger una especie amenazada.

Mi Mediterráneo es el arroz Calabuig, con espardenyes y ortigas de mar, o el Columbretes, con erizos, gambas y ajos tiernos, de Casa Jaime, en Peníscola, y una tormenta del fin del mundo en el horizonte, descargando sobre el mar –contemplado el apocalipsis desde la terraza– y acercándose peligrosamente a la costa y con la desmesurada violencia del agua arrasando el paseo marítimo, desplomando la bóveda celeste, sucia y negra, sobre nuestras cabezas y con el episodio inmediato del sol restaurador y milagroso, iluminando y restituyendo lo que antes fue oscuro y maligno.

Mi Mediterráneo es la sorpresa de la paella de carne y verduras de Casa Carmela, en la Malvarrosa, porque, sin necesidad de máquina del tiempo, me devolvió la infancia y el arroz tutelar de mi abuela Mari Gràcia, un sabor, tal vez imaginado, que creí perdido y a cuya restitución asistieron mis hijos, que pudieron sentir lo que yo había sentido una y cien veces en el comedor sin luz de la casa honda, con el patio al fondo, y la cocina económica y aquella mujer que comía de pie a gran velocidad para atender a la familia y desmenuzar el muslo de pollo para malcriar a los nietos, y ese mágica aleación de humo y metal en la boca. Es muy probable que en la siguiente visita a Casa Carmela el espíritu se haya desvanecido y ya solo pruebe una excelente paella, libre de cargas y nostalgias.

Mi Mediterráneo es el arroz, siempre el arroz, preferentemente seco, pero conforme con cualquier otro; el alzamiento de porrones y botijos, las bandejas de moluscos y crustáceos en cualquier forma de cocción, la cerveza acaba de tirar con el discreto oleaje espumoso, el tiempo perdido –o ganado– durante aquellas madrugadas en las que las conversaciones eran eternas y la vida estaba por construir. 







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