La mascarilla, personaje del año







Aunque quedan meses para que acabe este desgraciado 2020, ya hay ganador para la portada que resumirá el año: la mascarilla. Lo propongo a la revista ‘Time’ por si quieren ir preparando la tapa. Un fondo neutro y, silueteada, la más común de la familia, que es la quirúrgica. ¿Por qué? Por la carga simbólica y la capacidad de síntesis. Ese artilugio nos ha borrado la cara como la covid-19 ha transfigurado nuestras vidas de un modo profundo. 

Hemos pasado del uso profesional por parte del personal sanitario al uso común y generalizado. En los días iniciales de la pandemia, nos conmovió y aterró las marcas que dejaba en la piel de esos héroes –héroes, sí; heroínas, sí– tras unas jornadas interminables entre ucis, desesperación y muerte. Jamás se debería olvidar que algunos tuvieron que fabricarse protecciones con bolsas de basura ante la vergonzosa falta de material. Bolsas de basura. Los héroes envueltos en bolsas de basura: no hay resumen más gráfico e hiriente.

En los tiempos anteriores al coronavirus, nos llamaban la atención los turistas asiáticos que empleaban los tapabocas de un modo habitual. Entonces parecía inquietante porque dibujaban un mañana desfigurado. Los mejor informados sobre el hábito decían que era una forma de respeto porque con esa valla de prolipropileno contenían un resfriado o una gripe, pero nosotros sospechábamos secretamente que era para evitar enfermar en territorio desconocido. La epidemia ha confirmado ambas cosas. Usamos las mascarillas para no contagiar ni contagiarnos.

En el futuro, daremos un repaso a fotografías de la pandemia y nos sorprenderemos por su uniformidad: en lugar de expresivos rostros, aparecerán borrones enmascarados. Concentraremos la atención en el bozal, como mi madre llama a la mascarilla, sin ver lo que está alrededor. No tener cara significa perder la identidad. No hay boca, no hay nariz, no hay arrugas ni gestos ni comisuras. Hemos perdido las facciones. La expresividad queda concentrada en los ojos. Tendremos que aprender a hablar con los ojos. Un amigo medio poeta me dice que ellas tendrían que taparse con abanicos y ellos con pañuelos de seda. Podría ser al revés. En cualquier caso, brillarán las personas que sepan sonreír con los ojos.

Somos sabedores –al fin, y ya sin remedio– de la importancia del lenguaje no verbal. Al menos tenemos la palabra, emborronada por el tejido, pero ¿valoramos de lo que han perdido las personas sordas? La comunicación aún es más fatigosa sin la posibilidad de leer los labios.

A las llaves y al móvil se suman la mascarilla y el gel hidroalcohólico como imprescindibles para cualquier desplazamiento. No tardaremos en aplaudir el complemento –y uso aquí con intención una palabra de la industria de la moda– en pasarelas y escaparates. A la espera de ver qué revista publica el primer bazar, y las correspondientes bolsitas protectoras. Los más coquetos y frívolos se procurarán bellas telas que sean combinables. ¿Cuál quieres por tu cumpleaños? Aburridos ejecutivos las elegirán del color de las corbatas. Y las empresas las regalarán con patrocinio. El cubrebocas también ha llegado a nuestras basuras en compañía de los guantes de plástico. Las calles se llenan de nuevas irresponsabilidades de la mano de los irresponsables de siempre.

¿Cómo se combinan seguridad colectiva y seguridad íntima? ¿Gritará la policía: “¡Arriba las manos y la mascarilla!”? El debate sobre si por cuestiones religiosas es posible entrar en un espacio de titularidad pública con la cabeza cubierta queda anticuado. ¿Cómo exigir a alguien que se destape si el BOE obliga a embozarse? Los cacos tienen en esta situación una ventaja inédita. Identificar a un sospechoso será tarea difícil. Todas las mascarillas se parecen.

Son buenos tiempos para los misántropos. Circular sin decir ni que te digan, y, además, que la razón médica esté de tu parte: es el distanciamiento social. Ser maleducado con argumento y no devolver el saludo escudado en la máscara y el despiste. Reír en secreto. Entristecerte en secreto. El agotamiento de respirarse a uno mismo de una forma continuada. 





   

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