Qué esperar del 2021

 



 

¿Qué esperar del 2021? Que llegue el 2022. Este es un artículo de año nuevo que ya es viejo. No solo el 2020 es el peor año de nuestras vidas (oh, acomodados: el peor año de un refugiado, perseguido o desahuciado es cualquier año), sino en el que demostramos que como sociedad somos una estafa.

En cuanto las autoridades alzan un poco las restricciones, cometemos fraude: desplazamientos masivos fuera de las grandes ciudades para colonizar segundas residencias con nuestras toses, reuniones con los amiguetes en terrazas para socializar el virus (con la inestimable colaboración de algunos hosteleros que después llorarán lágrimas de azufre), pastoreo por los centros comerciales para compartir aire respirado.

Si el virus fuera inteligente pensaría que ha encontrado a anfitriones entusiastas. Pero el virus no es inteligente. Nosotros somos unos besugos, por recurrir al lenguaje pintoresco del dibujante Francisco Ibáñez. Mortadelos todos. Incluso actuando con responsabilidad podemos contagiarnos: el bicho es así de cabrón. Pero ¿hay que ponérselo fácil, tenemos que ser cómplices o voluntarios agentes del crimen?

Vivimos en un trazado de montaña rusa. Con picos y bajadas. Es posible reducir los contagios y cuando se ha conseguido, ¿ehhhh?, vuelta a subir.

Lo vi este verano en un cámping: apenas el 20% iba protegido. La segunda ola tomó fuerza en lugares donde nos envenenamos con felicidad y ligereza.

Sí, somos nosotros, sí somos nosotros invitando al coronavirus a la fiesta, coronamos al virus, amorosos súbditos.

Cuando esto se publique habrá pasado la Nochebuena, la Navidad y el fin de año y ya solo estaremos nosotros y la enfermedad. Teníamos que celebrar la vida y no la Navidad y recordar, en estricto recogimiento, a los que se han ido. Tenemos tantas ganas de celebrar que es mejor no celebrar.

Nos permiten beber una copa y nos amorramos a la botella hasta vaciarla. Así somos. Y pasa el tiempo y hay más muertos o enfermos con graves secuelas y hacemos como si no existieran. Pero no, no lo digamos, no seamos apocalípticos. Disimulemos y silbemos y felicitémonos por lo bien que lo estamos haciendo. Un gran aplauso colectivo. Abracémonos. Por nosotros. Bravo.

Tenemos peleas, tenemos peleas que no queremos: con ese cocinero que al salir del primer confinamiento chuleó en Twitter diciendo que donde estaba escrito que tenía que usar mascarilla (y ahora la foto de su perfil es con máscara: vale, tío); como ese sumiller con una quirúrgica que se le va cayendo y que va sacando la naricita como un hurón y cuando le dices que porqué no se hace un nudo responde que si le aprieta, molesta (vale, tío); como ese hombre en el vestuario del gimnasio sin tapabocas, sentado sobre una pegatina donde recuerdan que es obligatorio llevarlo y, con educación, lo señalas y responde con una pachorra infinita que no, que allí dentro no es necesario (vale, tío).

Qué hartura, qué absurdo, qué mierda.

¿Qué no hemos entendido? Que no hay que tener relaciones sociales fuera de los convivientes (¿y los llamados grupos burbuja?, pues nada, peligro de pinchazo).

Que quien pueda, teletrabaje (y el Gobierno, sí, ese gobierno que da más bandazos que los autos de choque, lo regule).

Que en los restaurantes y bares, mientras no se coma o beba, la mascarilla vuelva a la cara.

Que hibernemos a la espera de que en la primavera y el verano, vacuna mediante, el horizonte sea menos brumoso.

Que dejen de hacernos sentirnos mal porque no queremos quedar a comer cenar con personas a las no vemos desde hace meses; que no, que bajo ninguna circunstancia, nos llamen exagerados.

¿Qué esperar del 2021? Que, con un salto de pértiga, vayamos directamente al 2023.







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