Soy ‘mister’ Pal // #CuentoTallaS



Centuria. Ha sido un vuelo rutinario en un avión con las butacas tan pegadas entre sí que ha plegado las rodillas a la altura de las orejas. Ha elegido París como destino sin ninguna razón. Quería alejarse unos días de su ciudad y de esa vida de cera que lleva –cirio apagado y consumido–. Ha ido al aeropuerto y ha cogido el primer vuelo cuyo billete podía pagar. Equipaje mínimo y ningún plan. Si se hiciera un selfie –algo que requiere un mínimo de alegría– la cámara registraría la cara de un burro al que han dado latigazos. Mientras baja por el finger y esquiva centurias de la tercera edad, que son los únicos que viajan entre semana y fuera de temporada, piensa en dónde se alojará. Cojea, avanza como un lisiado de guerra en un desfile de bienvenida. Una mujer vestida con un chándal blanco, calzada con zapatillas de suela balanceante, con gafas de color rosa del tamaño del Arco de Triunfo y una cinta apresándole el cabello estropajoso le ha dado un golpe con el equipaje de mano –metálico y duro– en la espinilla. Le ha hecho daño. Ella no se ha disculpado.


Cojera. Baja suficientes escaleras mecánicas como para alcanzar el infierno. Atraviesa puertas automáticas y salas vacías tras la flecha que indica la salida. ¿Cada mañana alguien marca una ruta diferente para escapar del laberinto o es siempre la misma? Cruza junto a las cintas que arrastrarán las maletas, aún detenidas a la espera de que los operarios comiencen esa descarga a trompicones en la que son tan eficaces. La maleta golpeada es un género. Él, que arrastra el equipaje, sale rápido. Tras una pequeña valla, familiares a la espera con cara de decepción cada vez que aparece un desconocido. Un poco, más allá los habituales chóferes con cartelitos. No lo ha planeado, lo decide en aquel instante, así que se dirige a uno de ellos que agarra con cartón con un nombre: “Monsieur Pal”. Ahora su cojera le parece elegante y la acentúa. Se planta ante el hombretón al que el traje negro le va estrecho y la corbata suplica tintorería y le dice: “Soy mister Pal”. Se dan la mano. “Sígame, monsieur Pal”. El conductor se ofrece a coger la maleta. Mister Forest, el hombre triste que se siente un velón apagado, se la da. ¿Qué pasará cuando aparezca el auténtico mister Pal? Es algo que, de momento, no le preocupa porque ha conseguido transporte gratis.


Tapicería. El coche es de gran cilindrada y la tapicería, de cuero: no está acostumbrado a la vida amplia. El chófer sintoniza una emisora de música clásica y le entrega un sobre. Dentro hay una carta de bienvenida de la compañía que lo invita –una multinacional de los relojes–, la tarjeta de acceso a una feria de joyería y la entrada para una representación de ópera. Se acomoda satisfecho, abre bien las piernas (cuyas rodillas ni siquiera rozan el asiento delantero) y se deja embriagar por la sinfonía de Beethoven. ¿O será de Mahler? No tiene ni idea. Seguro que mister Pal lo sabría.


Bigote. El hotel es estupendo, un cinco estrellas en el que se registra aportando como única documentación la tarjeta plastificada de la feria. Incluye una foto, borrosa, de un hombre con bigote. La recepcionista presta poca atención. Decide dejarse bigote. En la habitación hay una botella de champán en una cubitera. La abre y brinda por él, por la cojera y por el bigote que aún no tiene. Los siguientes días serán los mejores de su vida. El verdadero mister Pal no aparece. Acude al salón, lo llenan de folletos, llora en la ópera, raciona la botella de champán.



Contorsionista. Al cabo de cuatro días, regresa en la misma posición de contorsionista por culpa del avión ratonero. Aterriza, baja escaleras y cruza pasillos interminables. Espera que, al otro lado de las puertas automáticas, lo espere su familia: la mujer y los hijos de mister Pal. Exagera la cojera y se toca los pelillos que asoman bajo la nariz. 




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