El redescubrimiento del huevo


Fragmentos de diario: marzo del 2007


Lunes

El arroz es la mejor comida del mundo. El arroz es la peor comida del mundo.

Soy un adicto al arroz, así que tengo un récord mundial en comer bazofia. Existe más probabilidades de que un meteorito impacte en la tierra que en que te sirvan una paella aceptable.

Un par de amigos me dijeron: “Te vamos a llevar a un sitio estupendo a comer arroz con caracoles”. Soy un tipo crédulo. El restaurante, en la barcelonesa calle de Aragó, era viscoso. No quise entrar en el lavabo porque temí encontrar algunos indicios de vida. Éramos tres, y ante la promesa de una cazuela importante, compartimos dos primeros.

Una ensalada variada (eufemismo de tiro-todo-lo-que-tengo) y unas sardinas encebolladas. Bajo la cebolla habían enterrado trocitos de un ser que, recompuesto, tal vez fuera una sardina.

Por fin, el arroz con caracoles, dos raciones para los tres. Tenía sustancia y en la escala gastronómica de Ritcher hubiera alcanzado un cuatro, temblor imperceptible.

Como postre, un helado de turrón preparado probablemente por un niño, sin forma ni sabor reconocibles.

Tres cervezas y 23 euros por persona. La próxima vez que alguien alabe las viejas casas de comida y los precios regalados, lo meto en el sifón y convierto su cerebro en espuma.


Miércoles

El Via Veneto, el clásico-clásico de Barcelona, ha sido sometido a una rejuvenecimiento después de 40 años, que ha comenzado en la cocina y, algún día, se enfrentará a la decoración.

El Via Veneto lo dirige con maestría Josep y Pere Monje y en la cocina trabaja un crack, Carles Tejedor, que sirve un huevo a baja temperatura untuoso y sensual.

Cena con Franco Maria Martinetti, presidente de la Academia Internacional del Vino, un piamontés coqueto y elegante, elaborador de blancos y tintos discursivos, que saben mejor contados por él.

A Martinetti le das la presidencia de una mesa y te explica placeres y sonrojos de muchos poderosos con corbata de nudo grueso y nuez roja.

En una ocasión Paul Bocuse pidió a Martinetti cuál era su plato memorable y él explicó que unos huevos preparados durante la Segunda Guerra Mundial sobre una de aquellas radios de válvula. Un plato del hambre, la paciencia y la desesperación.

Le pregunté con qué programa los calentaba y rio con unos dientes blancos y grandes, escapados de la boca, que se han comido el mundo. También eran unos huevos a baja temperatura.


Viernes

El huevo del Via Veneto llevaba trufa. Las últimas de la temporada. El huevo del Hisop, el bistronómic del pasaje Marimón, próximo a la Diagonal, también.

La nueva cocina ha redescubierto los viejos huevos. La gallina está en el origen de la civilización y de la angustia de vivir.

El huevo del Hisop: la clara trinchada, la yema convertida en emulsión y las barbas trituradas y servidas en el último momento, como si fueran una sal.

Un gran huevo-no huevo con calamarcitos.

Le sobraba la trufa, una decoración burguesa, innecesaria, complaciente con aquellos clientes que todavía no han comprendido que, lo importante, es el huevo.




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