Qué malo el sushi de Woki




No me gusta el sobreprecio del sushi.
El crudo a la japonesa es adictivo, así que de vez en cuando el cerebro segrega ese deseo. Me sucedió el lunes, día pésimo para el pescado, aunque lo recordé cuando ya había pedido la comanda. La experiencia dice que solo hay que arriesgar con los nigiris de lugares de confianza, con itamaes de grácil y delicado pulso. En Barcelona, lo habitual es encontrar manos bastas, dedos artríticos para el manejo de lo frágil.

Me entró el arrebato en la plaza de Catalunya y las piernas, tan alejadas de la cabeza y el correcto flujo sanguíneo, me llevaron a Woki, un mercado orgánico (el término con cobertura legal en España es ecológico) al que había ido otras dos veces sin ninguna convicción. No habrá cuarta.


Sentado en la barra de sushi, tras pedir, advertí que era lunes. Mauuu, pensé, esto no funcionará. Un vistazo a los cristales refrigerados hizo que esas piernas traicioneras que me habían conducido hasta allí planificaran la huida. No me atreví. Un trocito de atún apagado y otro de salmón sin brillo. Pececillos con la carne a oscuras. Por la prisa, pensé que me apañaría con el variado de 12 piezas, que resultaron ser nigiris de salmón, makis de atún con mayonesa y otros de tofu.


En conjunto habían reunido pocos céntimos de materia prima. La ejecución era lamentable. Granos duros, mal cocinados. Se me pegaron en los dientes como un beso no deseado. El secreto del sushi es la preparación de la gramínea, firme y evanescente al mismo tiempo, la peana sobre la que avanza el pescado.


Cabreado como Copito de Nieve en sus días de gloria y poderio, con golpes en el pecho, pagué 15.60 euros por el comistrajo, más 1.90 por el agua. En la vecina Farga sorbí un café por 1.45 para disolver la amargura. Ese día, comer me costó 18.95, el precio de dos menús corrientes. El estómago quedó vacío.

Un vacío doloroso y perplejo.

(Interior. Día. Comida. Lunes, 5 de diciembre) 





     

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