'Macaron' a la catalana








Foto: Laurent Fau



Hace más de una década, cuando el macaron era un producto (casi) exclusivamente francés, las colas ante la pastelería de la calle Bonaparte eran inauditas.

¿Quién estaba dispuesto a pasar más de media hora a la intemperie, bendecido por la lluvia de París o apedreado por la climatología adversa?
Mucha gente adicta a la belleza, y al azúcar.

Cuando entrabas en Chez Hermé, el éxtasis, y la intimidación. Los clientes no remoloneaban, sino que pedían con firmeza.
Eso hacían los clientes habituales, aunque el placer del extraño era observar vitrinas y curiosear estantes. Puede que la pastelería enjoyada naciera allí.

Pastelitos expuestos como alhajas. Los macarons replicaban los colores de las esmeraldas o de los rubís.

Otra de las cosas que llamaba la atención eran los carteles que invitaban a degustar un dulce con nombre de las mil y una noches: Ispahan (la tercera ciudad más grande de Irán). 

Rosa, frambuesa, lichi. Después todo ha ido a peor: fabrican macarons hasta en el taller de coches de la esquina.
Con esta delicadeza se atreve cualquiera, aunque lo que despachan se aproxima a la espuma de poliuretano.

Para fijar su gloria, Pierre Hermé, con apellido que bordea la alta costura, publica Macaron*** (en el 2008 sacó un libro con el mismo título), donde recoge los primigenios que aprendió con Gaston Lenôtre hasta los radicales con espárragos o guisantes.

Dedica cuatro páginas a explicar La verdadera historia del macaron: del suyo, por supuesto, aunque el dulce tenga una vida de siglos y distintas mutaciones.

Una de las piezas es de crema catalana: bien por el guiño para endulzar el procés, aunque sus vecinos lo meterán entre galletitas por preferirla a la crème brûlée.

La más sorprendente es la de carajillo, que alegra con anís o Ricard. “Cuando voy a Catalunya, disfruto mucho con los carajillos, esos cafés perfumados con licor de anís”. 

Discutamos si es mejor brandy, ron o Anís del Mono. Pero jamás la herejía del Ricard.



***La editorial Librooks (que tiene en el catálogo un libro imprescindible sobre El Celler de Can Roca) es responsable del hermoso volumen. Los macarons saltan de las páginas. 





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