En busca de Jim




                                     El árbol tatuado que protege la tumba de Jim Morrison.




En memoria de Pau Albornà, con el que compartí este viaje



CORTEZA. Fui lector de Julio Cortázar, así que sé que entre los destinos míticos de los cortazarianos –muerta la carne, solo queda la corteza– está el del cementerio parisino de Père-Lachaise, aunque a él lo enterraron en Montparnasse. Pese a los viajes a París, nunca había estado en el camposanto ni tampoco atravesé los pasillos abarrotados del Louvre para ver la Mona Lisa entre todos esos japoneses excitados en silencio. He cumplido con una de las deudas. Entré en la ciudad de los muertos sin mapa y quise seguir con la rutina de visitar la tumba de Jim Morrison, aunque Balzac o Brillat-Savarin lo merecían más.



SOLEDAD. La necrópolis ocupa un espacio impresionante, un dédalo de callejuelas que en algunos puntos sombríos alcanza la densidad, el musgo y el sigilo del cementerio de Praga, feudo de Kafka. Por fortuna era una mañana luminosa, pues de haber sido un atardecer nublado, perderse en la maraña de panteones cenicientos y losas agrietadas habría sido una experiencia gótica. Lejos de ser un lugar de visitas masivas –de vivos, pues la presencia de cadáveres es tumultuosa–, tampoco se respiraba el espanto de soledad. Necrólogos de aquí y allá aparecían y desaparecían como si jugaran al escondite. Sin plano con el que orientarme para dar con la puerta hacia el cantante de The Doors, decidí seguir a un grupo de turistas suramericanos que manejaban el papel con las cruces con pericia de sepultureros. De haber tenido palas y agallas, el único tesoro a desenterrar sería una de las botellas de Jack Daniel's que se atizaba Jim Morrison.


RITUAL. Tras los titubeos y algunos senderos equivocados, llegamos hasta la lápida, protegida por vallas como si fueran los restos oxidados de un concierto, arqueología de escenario, aunque jamás habría imaginado que un cadáver enterrado hacía 40 años pudiera seguir teniendo admiradores sin control. A lo sumo, algunos septuagenarios con el botellón de medicamentos para la próstata. El retiro de Morrison es incómodo, encajado entre sepulcros de mayor tamaño, perjudicado por la superpoblación. Una chica y un chico jóvenes lanzaron un par de ramos, que cayeron en el montón de flores sucias y papeles marchitos. Un ritual extraño, según la edad de los ejecutantes. Morrison murió a los 27 años y puede que aquella pareja cumpliera la devoción por los suicidas.


ÁRBOL. Junto a la Casa Morrison, los devotos habían consagrado un altar vegetal, nacido de la improvisación: era un árbol repleto de chicles y mensajes pegajosos. La corteza estaba oculta por las gomas rosáceas. Es sorprendente mostrar respeto por el difunto con algo mascado y secado al sol, que alguna vez fue salteado con saliva. Apareció un hombre con muletas, pero el Rey Lagarto, uno de los alias del finado, no hizo ningún milagro, así que el visitante se fue como llegó, renqueando. Los santos del rock and roll aún están en prácticas.


EPITAFIO. Para la devoción, los necrólogos buscaban un buen ángulo desde el que fotografiar el epitafio. No les importaba hollar las tumbas de desconocidos. Los descendientes de Finot et Perard, el nicho más perjudicado, deberían plantearse trasladar a sus familiares a otro lugar menos transitado.



 



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