Nunca hay tiempo para morir, Pau





Es una foto absurda, como la muerte de Pau Albornà.
A los 25 años la muerte es obscena, repugnante, a destiempo. Nunca hay tiempo para morir.

El pie de la izquierda, el que calza el zapato brillante, es el de Pau.

Ese día, 30 de abril en Londres, se había puesto una americana y una camisa pop que había comprado en París, junto a Agapé Substance, un restaurante del tamaño de la caja de serrín de un gato y en el que habíamos comido con descreimiento. Yo, más porque soy mayor; él, intentado comprender el por qué del magnetismo entre los gurmets.

Roser estaba contenta porque al fin Pau prestaba atención a la ropa. Su desaliño indumentario era el de los 25 años. Su fervor era el de los 25 años. Su credo era el de los 25 años. Su empuje era el de los 25 años. En cambio analizaba la gastronomía con madurez. Era pegón, era valiente, era irónico, con esa media sonrisa de D'Artagnan mientras metía alguna puyita. Nos peleábamos con placer.

Sentados juntos en el Guildhall, en la fiesta de The World's 50 Best Restaurants, sobre la moqueta roja, sabíamos que El Celler de Can Roca no iba a ser elegido como mejor restaurante del mundo.

Pau, joder, ¿te lo vas a perder el próximo año cuando suceda al fin?


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