Una mandarina en la oscuridad
[Artículo publicado en la revista Vino + Gastronomía en la sección Diario de un omnívoro]
Domingo
Cuando en
el japonés Roka saludé a Heston Blumenthal no fui capaz de decirle lo
decepcionante de la cena en el Dinner la noche anterior.
Hacía años que no lo
veía, había adelgazado y la cabeza aún era más imponente, la sonrisa se le
curvaba en paralelo a las gafas de soldador, los tabloides lo perseguían con
ese ahínco que solo dedican a los muy
famosos después de que abandonara a su mujer por una periodista que se
untaba con chocolate.
Pese al estatus de post chef transmutado en muy famoso, seguía siendo el mismo
hombre que te estrujaba y que recordaba otros encuentros con simpatía.
Le
comenté que había cenado en Dinner y dijo con encantada modestia: “Solo es la brasserie de The Fat Duck”. Habría
servido como excusa de no ser por los cientos de euros que costaba el cubierto,
que era difícil asociar el termino brasserie
al derroche del Hotel Mandarin y que la posición que ocupaba en la lista de
The 50 World’s Best Restaurants (7º) era tan sorprendente como injustificada.
No, no
era la brasserie de The Fat Duck (mi
única objeción fue ridícula: “Pues está un poco lejos”), sino el objetivo de
los fetichistas, con servicios abrumadores con más de 300 personas (¿y
facturaciones por encima de los 60.000 euros?), remontadas de mesas que dejaban
chiquita una pista de esquí alpino.
Puede que si hubiera ido del día, con luz
natural, incluso con luz londinense, mi opinión habría sido otra, ceñida a lo
estricto culinario, pero eran las 21.30 horas –segundo turno, of course– y había olvidado el casco de
minero.
Dinner era la derrota del chef y la victoria del decorador.
La oscuridad
dominaba las mesas, retada por unas tímidas lucecitas en el techo. Leer la lista
de vinos fue tarea de ciegos.
Por
suerte, los amigos que habían hecho la reserva pactaron un menú corto que fue
largo por la tardanza entre plato y plato, más de tres horas, así que salvamos
la retina en la lectura de la carta.
Heston no estaba, pero sí Ashley
Palmer-Watts, su segundo durante años en The Fat Duck, al frente de un ejército
de chefs y de una tecnología que ya hubiera querido la Nasa. Lo moderno para
confeccionar lo antiguo. Los platos iban fechados y el más reciente era de
1810. Esa era la gracia del sitio, comer el pasado con hechuras del presente.
Lo que
nos sirvieron era técnicamente perfecto pero le faltaba alma.
Pulpo a la
parrilla con alga en escabeche, rodaballo con hojas de achicoria y ternera cocinada
durante 36 horas.
El celebérrimo era la mandarina (¿en el Mandarin?, ¿un
chiste?) rellena con hígado de pollo y fuagrás. Uno de los comensales, gran
cocinero, la envidió porque era “perfecta para dar en bodas”. Los elogios de
los cronistas londinenses habían convertido ese paté de La Piara de lujo en un emblema,
inamovible desde la apertura.
Tenía sentido: si era una antigüedad del 1500, ¿para
qué renovarlo?
Intuí que era bello pero la falta de luz me impedía asegurarlo.
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