¿Qué es lo mejor?











La locución el Mejor del Mundo –y sus derivados comarcales y propagandísticos– es nociva.

Se puede aceptar lo del Mejor Restaurante del Mundo porque el jurado elector es planetario, aunque resulta discutible la rotundidad del título. Los quisquillosos argumentarán que es imposible cribar la totalidad de los comedores. La guía de la revista Restaurant no es de teléfonos sino de intenciones.


La hipérbole aplicada a lo cotidiano evidencia la ridiculez de quien la usa. Hace meses leí en una carta una promesa incumplida: el Mejor Frankfurt de Barcelona. Sabía al pedirlo que no lo sería, pero razoné que si lo afirmaban al menos se trataría de un bocadillo sustancial.

Una salchicha corriente en dudosa compañía.
¿Por qué se arriesgaron? Porque desestimaron la verdad que la frase carga.

En Madrid, una pastelería ofrece sin sonrojo la Mejor Tarta de Chocolate del Mundo. No la he probado, y me apetece poco porque esa complacencia augura catástrofe.


Solo es posible emplear la exageración como burla y autocrítica, pretendernos lo Mejor del Mundo de la misma manera que Faemino y Cansado se reivindicaban como el Orgullo del Tercer Mundo. 




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