Deportado 6.448



Enric Marco, en su casa de Sant Cugat, en abril del 2002.
Foto: Ferran Nadeu / El Periódico.
La imagen corresponde a la entrevista citada en el artículo.






IMPOSTOR. Aún no he leído el libro de Javier Cercas sobre Enric Marco, que titula El impostor, entretenido con ficciones que no pretenden ser otra cosa. Impostor es el adjetivo adecuado para este hombre de 93 años –si no mintió en la fecha de nacimiento– que durante décadas engañó a todos haciendo creer que estuvo en el campo de concentración de Flossenbürg. Zeligs ha habido muchos, la mayoría como el Pequeño Nicolás, hombrecillos que quisieron ser hombres por contagio.


ORATORIA. El caso del Pequeño Marco es peor. Se aupó en el dolor verdadero de los deportados y sus familias para alzar la cabeza. Aventó su fama con las cenizas de los crematorios. Dirigió Amical de Mauthausen rodeado de los que sí llevaron el uniforme a rayas y el triángulo azul, habló en su nombre, los representó. Mientras aquellos viejecitos se apagaban, Marco ardía en su oratoria.


ZAHORÍ. Lo conocí en abril del 2002 durante la presentación de un libro, Memòria de l’infern, que recogía el testimonio de los últimos supervivientes catalanes de los campos de exterminio nazis. Fue espectacular, qué bravura, qué ímpetu. Tenía 81 años y un bigote y un cabello tan negros que deberían haber servido como vara de zahorí para la sospecha. La coquetería del teñido ocultaba más que pelos. Anunció que sentarían ante un juez francés al exministro Ramón Serrano Suñer, entonces centenario y dinosaurio del franquismo.


ORFANATO. Pocos días después hice una entrevista a Marco en su casa de Sant Cugat. Un piso modesto con libros amontonados y céramicas sin tiempo. El falsario vestía chándal y también su discurso tenía cremallera. Abrió los recuerdos que manaban sangre. Era detallista, locuaz y con anécdotas bien construidas. Cada respuesta contenía un cuento del horror. Y una épica podrida. En el penal de Kiel escribió un esbozo de carta con la sangre de la muñeca y una aguja como puntero. Creí lo que narró: habría sido mezquino no hacerlo. ¿Por qué desconfiar del héroe? Al final, al hablar del nacimiento en el manicomio en el que estaba su madre, se aturulló: probablemente tenía poco trabajada esa parte de la biografía. Solo hubo una sospecha que nada tenía que ver en la calidad de las historias, sino con el tono con el que las expresaba.


HIERRO. Años antes había escrito un reportaje con los testimonios de dos auténticos prisioneros, Joan Escuer (Dachau) y Antonio Roig (Mauthausen). Sacarles retazos de su vida era hurgar en las entrañas con un hierro al rojo. Sus vivencias estaban en carne viva pese a que había pasado 55 años. El señor Roig lloró. No querían recordar, pero se obligaban a hacerlo. Marco, en cambio, se explicaba a chorro sin el estorbo del sentimiento.


DEPORTADO. Mi primera pregunta al embaucador fue: “¿Número de deportado?”. “El 6.448”. Hoy me pregunto a quién correspondería. Solo hubo una verdad. La respuesta final: “Acabaré como he comenzado: con una patada y un chillido”.





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