Una botella en un mensaje (de chocolate)
Entonces, la Semana Santa era un tiempo triste y atemorizante, de silencio y penitencia. Nosotros, que éramos niños, ¿de qué podíamos ser culpables? No celebrábamos la primavera y la vida y el olor del azahar, sino la muerte y aunque había una promesa de resurrección, sangraba por los clavos.
Tengo fotos con mi hermano, a conjunto, con camisa a cuadros, pantalones cortos de color azul y zapatillas de lona. Era un vestido pascuero. Nos ilusionaba estrenar cosas porque en aquella época las compras se hacían a conciencia, por necesidad, sin capricho.
Nuestro dulce de Pascua, ya con el Cristo ascendente, se comía en domingo, en el campo, tras una paella y, a lo mejor, con gaseosa Gasvi de colores, según la evocación de mi padre, difusa para mí.
Las masas eran dulces, consistentes y caseras, un poderoso contraste con la realidad de hoy en la que la mona es un lujo de chocolate y monigotes, recreaciones de personajes de la televisión, piezas de orfebrería que los padrinos entregan, y a un precio de kilovatio/hora.
Mi madre me regaló un recetario de repostería de mi abuela Carmen, un cuaderno con anillas fechado en 1944 y a la que ella misma añadió páginas: son brevísima indicaciones, a veces de una sola línea, que las dos eran capaces de reproducir por costumbre y que para mí es como caminar sobre el alambre.
Coca celestial, coca momento, bollos viento, panquemados patata, cristinas, mostachones… Y “benitetas o monas”, con levadura, huevos, aceite, agua, azúcar. “Bien trabajada la pasta no dura”. No se refería al tiempo sino a la resistencia. Nunca había escuchado antes la palabra 'beniteta'.
En la versión materna, rellena de confitura de boniato, que le daba amabilidad, y con un huevo cocido encima. Mi padre, maestro y dibujante, o dibujante maestro, les pintaba ojos y boca. Cuando te despistabas, alguien estallaba un huevo en tu frente, de la que saltaban esquirlas blancas. Ah, qué molesto es despellejar un huevo. Era esa clase de distracción inocente, y antigua.
Con estos precedentes sencillos e infantiles, casi ascéticos, la mona que ahora mismo tengo delante es de una opulencia que avasalla: un huevo como de gallina dinosauria, “dos kilos de chocolate”, dice su cocreador, Lluc Crusellas, seleccionado para el World Chocolate Masters 2022 (la final, en octubre, en París) y con pastelería en Vic llamada El Carme.
En el interior, una ¡botella de tinto Roca del Crit 2017! Este tipo de construcciones no son nuevas y funcionan como una piñata. Receptáculos comestibles que contienen otras muchas golosinas y que se esparcen al romper, de modo que es una novedad perversa que la sorpresa sea un pelotazo de tinto.
El padre de la idea, y de la botella, es el sumiller David Seijas y con el que tengo un vínculo importante: fue quien me sirvió los últimos vinos la última noche en la que El Bulli existió como restaurante. La llaman #NoMona, cuesta 99 €, han hecho 100 y parte de una pregunta: “¿Por qué no existen monas para adultos?”. Mona es también melopea.
Lluc ha raspado el exterior, chocolate negro 65% de Madagascar, para darle un aspecto de barrica y pienso en esa modalidad fabricada con hormigón a la que llaman huevo. Y que la empresa de David tiene nombre entre 'cruyffista' y volátil, Gallina de Piel Wines, y que hay una coherencia entre forma y contenido. O puede que haya descorchado demasiado pronto la mezcla de garnacha y cariñena, aunque solo sea mentalmente. Porque allí sigue el monstruo.
Señalo a Lluc y David que deberían haber dibujado una X en el cascarón como si fuera un cristal de emergencia: golpear aquí. Dice el chocolatero que si se pica en la punta no se abre y que hay que hacerlo un poco más abajo. Tampoco hay que darle en un lateral ni de forma violenta porque en el interior hay vidrio. Manazas, abstenerse.Noticias relacionadas
De la mona de mi niñez, elemental, maternal e imperfecta, a la compleja, profesional y arquitectónica.
En lugar de meter un mensaje en una botella, han metido una botella en un mensaje.
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