Ángel León, el cocinero del capitán Nemo


[Reportaje publicado el 28 de julio en el Dominical de El Periódico de Catalunya y otros diarios]




Ángel León aprecia el poniente y teme al levante. “El levante es locura y tengo mis momentos de locura, tormento y tensión. El poniente da frescor. Me quedo con el poniente. Es más controlable”.
Ángel es poniente, León es levante.
El viento. La bahía de Cádiz. La barca Escorpio. Y el padre, también Ángel, la piel de sal. “Mi padre es un loco del mar, una pasión psicótica pero sana”. Por afición acuática, el padre es un pescador. Por profesión terrestre, el padre es médico, hematólogo, un estudioso de la sangre. La sangre tiene que ver con esta narración. La de los peces. La de los humanos. La de la familia.
“Con 13-14 años, mi mejor amigo era mi viejo. En el mar nos encontrábamos de tú a tú. De lunes a viernes nos llevábamos fatal porque yo era un estudiante pésimo. Los fines de semana, solos, era otra cosa”.
La madre, Pilar, es médica y, al igual que el padre, exploradora de la sangre. Ángel nació en 1977 en Sevilla, el tercero de los hermanos, una diseñadora, una abogada, un economista. Altas profesiones, acuchilladas por las manos ensangrentadas de un cocinero.

La familia se trasladó a El Puerto de Santa María porque los padres fueron contratados en el hospital de Jerez y prefirieron educar a los hijos frente al océano y los vientos propicios. Ángel heredó el nombre del padre y el gusto por las olas bajo un sol africano. “Yo era un mero grumete que seguía sus pasos”. Puede que lo embarcara como mascota, aunque a bordo se hizo compañero.
“Mi padre estudió la carrera a la luz de las velas. En casa de mi abuela no había luz. Su amor por la mar nació cuando se embarcaba. Hacía de practicante en los barcos”.
La madre y los hermanos se marean, así que el barquito Escorpio es territorio particular, vedado, avituallado con el afecto de dos hombres solos.
Espacio para el silencio y el silbar del poniente.
No hablan, gruñen.
Los motores les permiten llegar al Estrecho y su frontera de agua. El padre es sordo del oído derecho. Ese desequilibrio lo mantiene en pie: no se marea aunque el levante saque los dientes y lo ponga a bailar. Ángel ha aprendido a mantenerse en pie en las peores condiciones.
Pescan a mano con guantes, alzando corvinas de 30 kilos. “Esa lucha es mejor que el sexo”. Pescar consiste en cansar al pez. Es entonces cuando Ángel piensa en Hemingway.

Los héroes –su padre está en otro cesto– son esos personajes, de verdad o mentira, con salitre tras las orejas: Hemingway, el comandante Cousteau, el capitán Nemo. Fue con una relectura de Veinte mil leguas de viaje submarino, a 20.000 leguas de El Puerto, cocinero en el exilio de Burdeos, cuando se le ocurrió trabajar con el plancton. Aún pasarían años para que profundizase en el verde microscópico.








Todo lo que es Ángel lo debe al Escorpio y su cabotaje. La cocina. “A mi madre le daba asco limpiar los interiores del pescado, así que lo hacía yo. ¿Por qué? Por la ansiedad de saber qué habían comido para ponerlo como cebo. Por eso comencé a cocinar”.
La sangre, la entraña. Entender el interior para dominar el exterior.
Sin sospecharlo, incubaba una preparación del futuro, el embutido de lisa, colmado de grasa y Omega 3, una recreación del chorizo ibérico. Con pimentón y ajo, lo imita, confunde a los gurmets pedantes. “La lisa es el pescado que más me gusta. Supera a la lubina. No daña a nadie. Y filtra y filtra”.
Ángel acumula unos cuantos hallazgos: el uso de las escamas en polvo como potenciador de sabor y de los ojos (humor vítreo) como emulsionante (ambos, de 2001); el Clarimax (2003), un clarificador de caldos gracias a las algas diatomeas; la brasa de huesos de aceitunas (2004); las investigaciones con el plancton (2005) y el espejismo del pescado que simula carne (2006). Saber fabricar hits es más peliagudo que meter una maqueta del Titanic en un benjamín de cava.
La damnificada de esta historia es Pilar, la madre, que teme las expediciones en solitario del padre, preocupada por la edad y la sordera. Porque Ángel, atareado con el restaurante Aponiente y sus servitudes, intentando que el negocio flote, lo acompaña cada vez menos. Con sorna, el doctor le engancha el anzuelo.
–Mira si es pringao eso del Chef del Mar que no puedes salir a pescar.
El Chef del Mar es la marca, el alias, el título del primer libro.
Al principio le dio vergüenza, los amigos lo soltaban como humorada. Se ha acostumbrado, le gusta. Ángel define lo que ventilan en Aponiente como “la cocina marinera del siglo XXI”. Se equivoca. Sus principios son distintos de los de los otros especialistas en agallas. Ojalá lo copiaran.
Prudente con el consumo de pescados aristocráticos, la bandera son los descartes, escamas de segunda que él trata con el énfasis reservado a los de primera. Con los años ha ido perfeccionando esa filosofía espinosa.
“La globalización nos ha llevado a un pescado limpio, sin cabeza, en filetes. No tenemos tiempo y eso hace que consumamos pescados sin interés: panga, perca del Nilo. ¡Los pescados invasores han llegado a El Puerto de Santa María!”.
Qué aberración: disponiendo de verdeles frescos, ¿por qué elegir esa momia egipcia conocida como tilapia? Los ciudadanos pescan en los arcones de congelados del súper. Peces que no parecen peces, que no tienen forma de pez.
Los consumidores temen a la comida intimidante, con ojos, con boca, con cara.
Renuncian a la realidad por la ficción de las barritas rebozadas. O por el surimi, esos retales pasados por el chapista, con un tinte exterior rojizo. Como sátira y reflexión sobre los conglomerados, el Chef del Mar presenta el surimi de pescado clandestino, pez lobo sumergido en jugo de remolacha, jengibre y cítrico. ¿Falsificar lo falso? Un problema filosófico.






Hay ironía y ensoñación, juego de es-y-no-es, prestidigitación sobre los manteles.
La burrata es grasa de pescado emulsionada con lácteos rellena con erizo, la panceta es el pulpo tratado como si fuera bacón con manteca colorá, los pimientos rellenos son calamares tintados, la caballa (desangrada en alta mar) está cubierta con la mayonesa de sus pieles, los higaditos de la bahía son vísceras de rapes y bogas curadas con sal y prensadas, la codorniz de estero es el lomito de una corvina, las manitas a la marinera son pieles de raya y el tuétano de vaca es parpatana de atún servida en un hueso, simulando la víscera del rumiante.
Aponiente es cocina, sobre todo cocina, pero también conciencia. Tres nos: no barra (en esta tierra donde se tapea encanallado es un escándalo), no carne (pero sí la suplantación y el uso de su proteína, la carne-sin-carne, como salsa, enriqueciendo el pescado), no a los vertebrados de pasarela, sí “a los feos con espinas”.
De Burdeos fue a Toledo, acercándose a El Puerto. De nuevo en casa, se estrenó como propietario con una taberna, Tambuche, en la que la croqueta alternaba con la ensaladilla.

En marzo de 2005 zarpó Aponiente en la calle Puerto Escondido, qué nombre sugerente y misterioso, con frituras y arroces con moluscos.

Entre esa fecha y 2010, la carrera de Ángel fue un pez globo: aumentó de tamaño, se hizo grande y, como consecuencia no deseada, segregó una dosis de veneno.
La impaciencia es uno de los defectos, el demonio de la prisa.

Lo evoca Fernando Córdoba, chef del restaurante El Faro del Puerto, el primer jefe. “Era muy inquieto, siempre preguntando cosas. Venía de la escuela de hostelería. Le hacía limpiar cantidad de pescado. Al poco quería abrir un negocio. 'Relájate, relájate'. Siempre preguntaba: '¿Por qué, por qué?'. Y eso es muy bueno”. Ángel asiente mientras rompe una tortillita de camarones, una red de harina y algas: “Fernando me bajó los humos”.
Tenía que ir más lento. Más lento.
Hace tres años se tatuó una tortuga para recordar de forma permanente, en la piel herida, que a menos revoluciones se razona mejor.

Fue después de la crisis de 2010, ahogado por el éxito descontrolado, con un matrimonio en el que estaba incómodo.

“Tenía una ansiedad tremenda. Me encontraba por encima de mis posibilidades emocionales. Me separé después de 11 años de relación. Me encerré, no compartía mi vida, me apartaba de mis amigos. El restaurante me comió. El momento no era el mío. Me monté en la ola demasiado pronto. Las ideas diferentes hacían que estuviera ahí, pero no estaba maduro para reivindicar algo inédito y de vanguardia. El cambio fue en 2011, cuando le puse cabeza a todo y no solo corazón. Ahora, además de impulso emocional, comparto mi cabeza”.
Cabesa. Es uno de los comodines con el que se dirige a los demás. ¡Eh, cabesa! O pisha. O gloria bendita. O los tres a la vez. “Gloria bendita” es balsámico, un desestresante. Sin decir nada, complaces al interlocutor. “Antes me enfadaba enseguida pero ahora con un 'gloria bendita' a tiempo...”.
En el diminuto apartamento de soltero, cuelga un traje de neopreno para las tardes de surf, cuando se ventila sobre la tabla montando el viento del noreste.

Esta sí que es su ola, con la estrella Michelin de 2011, la espuma del Premio Nacional de Gastronomía, que recibió a finales de junio y la participación en otoño como jurado en el programa Top Chef. En una estantería, un cuaderno de bitácora que le regaló su padre. No quiere perderse otra vez. Ese padre que lo reprendía por su indisciplina con los libros y con el que colegeaba en la Escorpio los sábados y domingos.
“He dicho que era mal estudiante. No era exactamente eso. Tenía una hiperactividad de libro, infernal. Necesitaba estar muy activo. Dormir era un aburrimiento. ¿Cómo canalizar la fantasía, la creatividad? No lo sabía. ¿Cómo canalizar las ideas? Hasta hace tres años no he sabido ordenar. Nace el Mundo Aponiente. El mar está ahí para alimentarse de forma inteligente”.
Algún día, un psicólogo gurmet estudiará la relación entre cocina e hiperactividad. Y otro psicólogo analizará la maldad de algunos tutores periodísticos, los impacientes que hinchan la cabeza, la 'cabesa', de los cocineros jóvenes y los arrastran a las ferias de ganado para exhibirlos. El pez globo y su ponzoña.
“Estuve a punto de petar y quitarme de en medio. Temí ser un boom mediático, solo humo y no verdad”. 

Apoyado en Juanlu Fernández, con quien inauguró Aponiente y con quien comparte descubrimientos, temores, triunfos y desesperanzas, ha ordenado la dispersión, ha reprimido el artificio y se ha concentrado en la esencia.

Al fin y al cabo, la hematología es el negocio familiar. Plasma, sangre, plancton. El plancton es la sangre del mar, concluye: “Produce el 45% del aire que respiramos”.






El chef del capitán Nemo reinventa los guisos de a bordo con esos microorganismos que cultiva en colaboración con una empresa y la Universidad de Cádiz, con la que ha sacado a flote varios proyectos ictiológicos. Este hiperactivo es muy estudioso y halló en la universidad gaditana un aliado de primera hora.
“Si el plancton necesita luz, agua y temperatura, ¿por qué no un huerto marino? Cogemos células algales y las sembramos”.

Han plantado 25 variedades, de las que solo usa seis. ¡Seis! “Si se estresan se transforman en marea roja”. Entonces, tranquilos, disfrutemos del arroz verde, de la ostra-sin-ostra (isochrysis) y de un temaki (cono) de nannochloropsis relleno de raya. A 950 euros el kilo, consume entre 35 y 40 anuales. No es negocio.
La especialización extrema lo distingue, lo singulariza y le da visibilidad. Tiene un discurso original, es menos homologable a la vanguardia tradicional que otros de su generación, aunque usa algunos recursos y el impulso del movimiento. Un ecosistema propio requiere de un lenguaje propio.





Aponiente es chico. Comedor pequeño, cocina diminuta. Es un camarote que estrecha a Ángel, a Juanlu (“la persona que mejor me entiende”) y al sumiller Juan Ruiz, que maneja los vinos de la tierra que complementan al océano, fino, manzanilla pasada, amontillado.

En 2015, cuando el restaurante cumpla una década, Ángel espera ser dueño y señor de un antiguo molino de mareas, un edificio contundente abierto a un estero, esos canales por donde se cuela el mar arrastrando su fauna.
En las aguas tranquilas planea una acuicultura revolucionaria, sostenible y saludable.
“Criaré mis pescados, administraré una salina, plantaré las verduras”, sueña el chef del capitán Nemo.
”Cuando alguien dice 'eso es imposible', me muero de risa. Todo es posible”.
En la puerta de su vivienda hay una pegatina. 'El origen de la vida. Plancton'. Aquí vive Plancton. Aquí vive el Capitán León.
El levante arbitra el Estrecho.










Comentarios

  1. fascinante
    felicidades chef
    animo paa el molino de mareas ..

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