En las casas de los otros
Gimnasio. En
el colegio comunicaron a los padres que llegaran pronto al teatro, en realidad,
al gimnasio, al que los alumnos habían trasladado esas sillas diminutas que
tanta incomodidad causa a los adultos.
Plinton. No
había escenario, así que los espectadores que ocupaban ruidosamente las
sillitas descubrían de inmediato la escenografía, reducida a una gran mesa
preparada para una comida o una cena. Contra las paredes y las espalderas, las
colchonetas y los aparatos, el potro, el plinton, esos instrumentos de tortura
avalados por las federaciones de deportes.
Modernista. Estaba
previsto que la obra comenzara a las cinco de la tarde pero a las cuatro, el
pabellón comenzó a llenarse. Abuelas vestidas con galas de otro siglo y
cabellos de compleja arquitectura modernista, hermanitos que aprendían a andar
y tropezaban a cada paso en la férrea espesura de las sillas enanas, padres
dispuestos a aplaudir incluso si el hijo hacía de árbol o, aún peor, de bulto entre
la multitud. Al menos el árbol tenía visibilidad, y majestuosa presencia.
Granito. En
este caso, desconocían el argumento de la representación. Otras veces habían
ayudado a los pequeños a memorizar los papeles. Se trataba de un trabajo
incómodo porque descubrían que los retoños tenían por cabeza un pedazo de
granito. Temían que se quedaran en blanco e hicieran el ridículo, demostrando
ante los demás lo pésimos educadores que eran. Íntimamente, los padres pensaban
que los merecedores de los aplausos eran ellos. Para esta ocasión, solo facilitaron
el vestuario. Preguntados, los chavales guardaban silencio. Solo les chivaron
que la obra la habían escrito entre todos, que cada alumno había aportado una
parte de “su experiencia”. ¿Qué experiencias podían tener? Los padres se
sentían confiados. Nada nuevo: niños que se disfrazaban de adultos. Lo seguro
es que no habría árbol para alivio de las familias, deseosas de un protagonismo
por extensión.
Cortina. El
ambiente era festivo: unos y otros se descubrían o se confirmaban. Tú eres el
padre de… Tu hija es amiga de… Aquel es el profesor de… La obra estaba a punto
de comenzar. Algún bebe lloriqueaba: se escuchaban pasos rápidos hasta la
salida entre palabras de consuelo. Los maestros corrieron unas pesadas cortinas
que apagaron el gimnasio, solo iluminado por las luces de emergencia. Alguien
encendió cuatro lámparas de pie, que enmarcaron la escena.
Pelirrojo. Los
protagonistas fueron saliendo. Qué graciosa la delgaducha con peluca de
anciana. Qué patoso el alto con la americana de rayas diplomáticas demasiado
grande. Qué simpático el pelirrojo con la corbata ancha y roja. Ocuparon los
asientos en la mesa, dispuesta, como en los cuadros de la Última Cena, de cara
al público. Celebraban algo, pero ¿qué? Fueron pasándose unos a otros el menaje
de cocina de juguete, platos y bandejas con pollos asados, embutidos, pescados
y frutas de plástico. Y muchas botellas con las que llenaban las copas de nada.
Las mujeres, la madre, la abuela, las tías, entraban y salían con viandas. Los
hombres, el padre, los tíos, bebían y gritaban. Reproducían la ebriedad de una manera
convincente. Uno de ellos –¿un cuñado?– contó un chiste soez y eructó. Otros
dos se pelearon por una herencia, por unas tierras. Alzaron los puños sin
llegar a pegarse. El padre dijo que su mujer estaba gorda, era fea y que ni
siquiera podría colocarla en una feria de ganado. Se tiró un pedo. La madre
lloró, y lloró la abuela.
Miseria. En
las sillitas, el público estaba conmocionado. Aquellas miniaturas los
apretaban, pero los asfixiaba aún más el verse representados, contemplar el
descubrimiento público de las miserias y los secretos, exagerados, sí, pero no
por ello menos reales. Las humillaciones y las peleas se sucedieron entre padres
devastados por la impresión. Al terminar, hubo aplausos tímidos, que cesaron de
inmediato. Desalojaron el gimnasio en silencio. Cuando los hijos salieron,
preguntaron a los padres qué les habían parecido y estos respondieron: “Seguro
que eso solo pasa en las casas de los otros”.
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