Los supercarnívoros











Matarife. La mayor parte de los habitantes de aquella población se habían especializado en carnes, en las propias y en las ajenas. Ganaderos, matarifes, carniceros, charcuteros, comedores de proteína animal. A veces era difícil distinguir a un buey de su propietario camino del matadero, de no ser por las cuatro patas. Enormes, bamboleantes, lentos. Podría haber sido al revés y que el buey hubiera llevado al amo, anillado por la nariz, al degolladero.



Omnívoro. La colonización había sido progresiva y no exenta de sangre: el fluido formaba parte del negocio. El primero en llegar fue un carnicero dedicado al pollo, animal discreto. Tuvo buena acogida entre una población omnívora, últimos practicantes de la llamada dieta mediterránea, la preferida de los científicos y la menos apreciada por los ciudadanos, intoxicados por miles de aditivos –que los convirtieron en adictos–. Elegir lo saludable necesitaba de fuerza de voluntad y ya todos había sucumbido al placer sin razón



Enterrador. A este hombre con cuchillo y afilador, el mandil lo encorvaba porque estaba cargado de muerte pero cada vez el negocio era más vivo. Llamó a otros como él, parientes y amigos, lo que multiplicó la oferta de especies y tamaños –desplumadas, desolladas, abiertas en canal–. Gracias a ese aporte de grasas y hemoglobina, el pueblo tuvo un subidón de dicha, apartándose de lo que los médicos aconsejaban en beneficio de lo que el capricho demandaba. El crecimiento de la felicidad fue parejo al de la diabetes y las enfermedades cardiovasculares, lo que atrajo a las mutuas privadas y fueron alternándose carnicerías y clínicas, actos y consecuencias. Todos estaban contentos, también los enterradores.



Mohoso. Casi nadie trabajaba las aves, considerada carne infantil entre los supercarnívoros, puesto que la mayoría prefería los grandes mamíferos. Las cámaras frigoríficas estaban a la vista y se exhibían las canales mohosas, largamente maduradas, con la solemnidad que los museos dedican a las momias.



Asador.
La calle mayor despertó una mañana con un nuevo vecino: un restaurante vegetariano. Los habitantes habían visto el transcurrir de las obras, aunque imaginaron que correspondían a un asador, el tipo de establecimiento que encajaba con la localidad. La carta los zahirió: la palabra lechuga era un tabú. El dueño, un forastero flaco y, por tanto, enfermizo, fue amonestado por los obesos. Les molestaba incluso el olor, tenue y vegetal, acostumbrados a la potencia de los cuerpos en transformación. Ellos mismos eran una acumulación de animales muertos: en lugar de vestirse con sus pieles, se vestían con sus grasas.



Culto.
Sintieron como una amenaza la presencia de un bodegón en una vitrina que daba a la acera. Les daba arcadas pasar ante las coliflores y las zanahorias y las escarolas y los rábanos. Cada noche retiraba la naturaleza pocha y construía otra cornucopia, que amanecía fresca tras ser rociada con un vaporizador. Nadie entraba, jamás recibió un cliente. Se entendía su presencia como una provocación. ¿Quién había enviado ese agente desestabilizador? La paz carnívora –el culto igualitario– estaba rota.



Vegano. Los notables de la villa se reunieron en el ayuntamiento. ¿Qué hacer? ¿Cómo acabar con esa vanguardia del futuro ejército de vegetarianos que entrarían enarbolando calabacines? O aún peor, ¡veganos! ¡Ovolacteovegetarianos! ¡Lactopisciovegetarianos! ¡Un horror! ¡Qué se habían creído estos comehierbas!



Disidente. La solución que tomaron fue drástica pero justa. Entrarían con el alba para atacarlo en el momento que iniciara la reposición de las frutas y verduras del escaparate. Usarían con él los instrumentos cortantes, que abundaban en las casas. Le darían el mismo tratamiento que a un buey. Lo colgarían durante largo tiempo en una de las cámaras, una preferente y que pudiera ser contemplada por los paseantes. Después lo estofarían o lo asarían en una de las múltiples parrillas. Ya decidirían, según la calidad y evolución del producto. Y dejarían que la cesta de verduras enmoheciera a la vista como advertencia para futuros revolucionarios y disidentes.










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