Virgilio Martínez // El 'skater' que subió más alto












Renato es un estudiante de Pachacútec. La escuela en la que aprende cocina está en un desierto. Para llegar a esa desolación desde Lima, donde vive, tiene que cambiar varias veces de autobús y andar un rato.
Andar un rato bajo un sol engasado.
Cuando le preguntan con qué chef desearía iniciarse, responde sin pensárselo. “Virgilio Martínez”. 

¿Por qué? “Porque me gusta que trabaje los ecosistemas”. Los estudiantes suelen dar respuestas más limitadas.

No hay un grano de vacuidad o de arena en la respuesta de Renato. De hecho, resume con exactitud el quehacer de Virgilio Martínez Véliz (Lima, 1977), chef de Central, en el barrio limeño de Miraflores, y de su mujer, socia y jefa de cocina, Pía León Vegas (Lima, 1986).

Virgilio cumple con el principal de los requisitos para ser uno de los chefs más admirados del mundo: que su cocina se parezca lo menos posible a la de los demás. Traslada los ecosistemas de Perú al plato como forma de singularidad y responsabilidad.

Comerse un paisaje no significa hincar el diente a una foto, a un cuadro, sino que es algo más complejo que tiene que ver con lo invisible. Ser ecológico es intentar infligir al mundo el menor daño posible.

Antes de construirse como cocinero, Virgilio se rompió todos los huesos: “Era 'skater'. Siempre estaba en la calle. Tenía todos los números para ser un delincuente”. Se ríe porque su barrio era La Molina, uno de los más finos de Lima.



Campeón de Perú de 'skate'

Es un flaco que, de pasar de lado, resultaría invisible. Su otro rasgo característico es el flequillo, de un negro de aceituna.

En ese cuerpo en apariencia frágil habita un gran carácter. En los últimos años ha aprendido a mantener la pequeña fiera en la jaula: trabajar en equipo significa comprender que antes de domar a los otros hay que saber domarse.

El primer amor de Virgilio fue el 'skate'. Como sucede con los 'jockeys', el poco peso lo hacía ideal para el vuelo.

Subir a un monopatín es poner a bailar el cuerpo. “Con 16 años fui campeón de Perú. Practicaba desde las cinco de la mañana. Veía los vídeos que llegaban de EEUU. Los memorizaba”.

Se juntaban unos 40 patinadores. Comprendió el valor del colectivo. Formaron un equipo, Choncordia, que fue la referencia en la Lima rodada de los años 90.

A tracción animal, tirando de una pata, dura como el muslo de un caballo, bajaba de La Molina al centro.

Hace poco, volvió al monopatín, en esta ocasión con Pía. Para ella fue la primera vez. Y la última. “Se rompió la cara. Se le hinchó el labio”.

Su actual amor no tenía por qué comprender el más antiguo. El monopatín seguiría encerrado. Le había ofrendado demasiados huesos. Y el labio de Pía.



"Te vas a matar"

Su madre, Blanca, artista y arquitecta, responsable del edificio de Central, que construyó a medida del hijo, “cocinera de pura intuición”, había intentado que bajase de la tabla. “Te vas matar”, le dijo muchas veces. Probó a ser un bohemio adolescente, pintó, manoteó en el arte.

Los planes del padre eran otros: Raúl era abogado, y a esa rama de la acrobacia quería que se dedicase Virgilio. Raúl estaba harto de pagar tablas rotas.

“Es que vuelas tanto que se rompen al caer. Quería ir a California. Con 16 años intenté ser profesional”. California era la piel tostada, el sol desnudo, el mismo mar de Lima con tiburones distintos.

“Cuando, de niño, alguien volvía de EEUU, traía cosas. Al abrir la maleta, olía a Miami”. Olía a zumo de frutas. Olía a chicle. Era 1994 y las calles de Lima olían a bombas de Sendero Luminoso.

Fue a California y se fracturó “la otra clavícula” durante uno de esos ejercicios sobre la tabla indómita. La rampa de tres o cuatro metros fue una trampa. Voló de regreso a Lima en una nube de calmantes.

Obligado al reposo, leyó: “Leí, leí mucho”. Al verlo aplicado sobre el montón de libros, en un inesperado aquietamiento, el padre dictó sentencia: “Vas a ser un buen abogado”.
Ya lo era su hermano mayor, así que sumaban otro letrado a la causa. Se matriculó en Derecho, lo intentó un año. “Sabía que no sería abogado. Me fui a la playa, a surfear. Yo quería moverme”. No ha hecho otra cosa en su vida que desplazarse.



Cocinero punk

La cocina se cruzó por su vida por casualidad cuando un amigo –hoy también célebre chef, Diego Muñoz– decidió estudiar ese arte de embellecer la muerte.

“No sabía que detrás de un restaurante había un chef. Y aún menos que era una carrera”. Fue a Canadá, a Otawa, a la escuela Le Cordon Bleu, “en francés y barata”.

Quería moverse: ese era el espíritu del 'skate', del surf y de la cocina. Se trasladó a Londres porque él, tan pulcro, tan educado, tan bien puesto el flequillo, se sentía punk. Bad Religion era su culto.

Probó restaurantes canónicos, franceses e italianos, y después ya no paró: Nueva York, Singapur, Bangkok, con retornos a Lima. “En el sudeste asiático me abrieron la mente. No todo tenían que ser reglas italianas y francesas”.

Londres le dejó marca. Es una ciudad que ama –tiene allí dos restaurantes, Lima y Lima Floral– y que le duele: desde 1998 conserva una herida en la oreja izquierda.

Ese tatuaje representa un tiempo que debería acabar: el de los cocineros cuyo principal argumento es la brutalidad. Está perdido el chef que alza el látigo antes que la palabra firme. El maltrato es un ingrediente podrido.



Un chef le tiró un cenicero

“Preparábamos unos aperitivos. Yo estaba con un 'bisque' súper tradicional. Lo reduje. El chef lo probó. ‘Sabe mucho a langosta’. Y añadí agua del grifo”.
Un cenicero le impactó en la oreja. Sangró, y continuó el servicio con un papel pegado al pabellón auricular. Desertar hubiera sido de cobardes.

Conocer a Gastón Acurio lo cambió todo. Otra luminaria de la gastronomía de buena familia limeña cuyo destino era la abogacía y el asalto al poder desde la toga.

Gastón, que se retiró en septiembre del 2014 de la competición por el liderazgo de la cocina mundial, algo que ahora está al alcance de Virgilio, lo empleó en Bogotá.

El padrino de la cocina peruana ve cualidades en su exempleado para coronar –expuesto al frío y a los resbalones– la cima: “Explora Perú desde una mirada acorde con nuestro tiempo: compromiso, tolerancia, conocimiento, libertad. Por ello reúne todas las condiciones para ser el número uno del mundo. Porque sus platos representan al cocinero de hoy”.

Aún como si se desplazara en monopatín, guardando el equilibrio e incapaz de estar quieto, pidió ir a Madrid para abrir el restaurante Astrid y Gastón. 
Tuvo tiempo, entre dos destinos, de dar un bocado a Fráncfort: “Casi me casé con una alemana”.



"Nadie quiere a un líder que patea la pared"

Rondó una década por el mundo como un vagabundo de la sal y el azúcar.
Quiso centrarse, buscar su centro, y en octubre del 2008 abrió Central en Lima con la ayuda de la familia.

Habla, sí, de centrarse, de encontrarse: “Cuando abrí Central, fui yo mismo”. Entre él y Blanca, la madre, idearon el espacio, donde la naturaleza se abre paso entre el hormigón. En el techo hay un árbol, un pacay. En la capital de Perú casi nunca llueve y el sol parece envuelto en lino.

Reconoce ahora, desde una obligada calma auxiliada por el yoga, que también tuvo que contener al bruto.
La cicatriz de la oreja le recuerda a diario que la ira deja huella. “He tirado un pescado, he roto platos, he pateado una puerta. Lo he hecho y está mal. Nadie quiere a un líder que patea la pared”.

“No tenía un mensaje de peruanidad ni de traer la diversidad del país. Era una propuesta global. Cosas de España, de Singapur, de Francia. Claramente, era falta de estilo. Hacíamos canelones y, para ligar la harina, usábamos tubérculos. Los últimos tres años han sido distintos. Ya tenemos un estilo, queremos distinguirnos, ser únicos”.



El mejor restaurante de Sudamérica

Pía reflexiona sobre qué aporta Central al discurso gastro: “Siento que formalismo. Para nosotros, investigar sobre ingredientes es viajar al lugar y recoger su historia y espacio para luego experimentar con ellos en cocina y con respeto a esos orígenes”.
Virgilio y Pía encaran el 2015 con un peso en los hombros: son fuertes, pese a las fracturas de clavícula. Central fue elegido mejor restaurante de Sudamérica por los votantes de la lista Latin America’s 50 Best y el 1 de junio competirá en Londres por el título mundial. 

Se impulsa desde el lugar 15. Auparse hasta los diez o los cinco primeros sería una locura. El Celler de Can Roca, en segunda posición, podría recuperar el famoso trofeo de metacrilato.

En solo seis años, un tiempo gastronómico corto, la pareja recibe ese tipo de elogios coheteros, ruidosos y exagerados, que levantan del suelo.

Virgilio cree estar preparado para todo porque cuando abrió Central tuvo que cerrar. El restaurante nació muerto. En el 2009, sietemesino, fue denunciado por los vecinos, incumplía las normas de la municipalidad. Aún es un proceso jurídico por resolver. Pudiera ser que, llegados a lo más alto del panteón mundial, estuvieran fuera de la ley como un clandestino de la exquisitez.

“Lo mejor del cierre es que me atreví a salir con Pía”. Salieron, se casaron.

Pía cuenta cómo compaginan amor y trabajo: “Hablando. Vir y yo hablamos mucho de lo que él quiere, de lo que él espera, así como de lo que yo quiero y espero. Del futuro, de nosotros como familia, de nuestro trabajo y nuestro lugar. No es fácil confluir en lo mismo, pero nos entendemos mucho y compartimos los mismos objetivos, así que es fácil. Trabajamos duro, en eso coincidimos siempre, y lo disfrutamos mucho”. “Perseverante”, es la mejor virtud de Virgilio. ¿Y el defecto? “Creo que le cuesta mucho relajarse”.









Mater Iniciativa: la historia de los productos

Como se ha repetido varias veces, Virgilio no puede estar sentado.

Con su hermana menor, Malena, médica de profesión, ha creado Mater Iniciativa, una organización con investigadores, de botánicos a nutricionistas, que persiguen la historia de los productos. Lo que más disfruta Virgilio es calzarse las botas y peinar Perú y sus hábitats para comprender qué come la gente y por qué. Aunque busca ingredientes, lo más interesante que encuentra son personas.

“No podemos ser mentirosos. Cada plato representa un ecosistema y el compromiso con la gente”. Cuzco fue la capital de los incas y es la capital de las indagaciones. Su futuro, lo dirá al final, pasa por ahí. “Mater Iniciativa es el futuro. Viaje, paisaje, gente, hierbas salvajes… Y Central, el sitio de ejecución”.

El menú que cocina Pía en Central se nutre de lo pateado. “Ver desde las alturas. No ver un territorio plano”.



Productos de altura extrema: 4.200 metros

El menú es una tablilla de escalador. El buceo y la escalada tienen en común la falta de oxígeno.

El pico es 4.200 metros, Altura Extrema, representada por el cushuro (una cianobacteria, un alga, perlitas verdes), papa isco y tunta, patata blanqueada que conoció los rigores de la congelación y el ímpetu de los torrentes que le arrancan la piel.

La mínima, -25 metros, la Expedición Paita, con una tortita con hígado de pejesapo (pez) y alga de profundidad.

Sin moverse de la silla, sin bombonas de aire, el comensal sube y baja como un atleta del confort, del tartar de lapa y calamar (Pesca de 10 millas), a -5 metros, hasta los 2.875 del Valle entre Andes con aguacate, polvo de tomate de árbol y kiwicha (amaranto).

Para esta excursión transmontes proponen distintos jugos, bebidas sugerentes y refrescantes, que entonan al viajero: yacón y chía, uva y yuyo, mashua y kiwicha.


La Roca de Mar (-6 metros) oculta en su interior un corazón de almeja, crema de lima y rocoto.

El Pulpo en el Desierto (0 metros) es emplatado en una vajilla desoladora, lunar, que acoge una maravilla de humo, maíz morado y cactus (airampo).

La Amazonía Muerta (860 metros) es triste: hojas secas y pan negro. El Entorno de la Hoja de Coca (1.750 metros) trae a la planicie el café, la chirimoya y la muña (menta andina).



Un huerto en el techo

“Conmueve ver la amazonía devastada, un paisaje de muerte. Y, al otro lado, la Amazonía viva, la ceja de selva”, reflexiona Virgilio, que la simboliza con pato y raíz (yacón).

Quiere que lo que se come y dónde se come sea armónico y por eso cultiva un huerto en el techo, osmotiza el agua de mesa, diseña (o se hace diseñar) la vajilla y acaricia ese mueble que contiene las semillas de cacao como si quisiera recibir una enseñanza antigua.

La oficina de Mater Iniciativa, cuyo lema es 'afuera hay más', se encuentra junto a la cocina. En la pared, las fotos de los ingredientes, expuestas igual que si fueran las caras de los delincuentes más buscados.

El librito, una obra de arte con contratapa de madera con plantas dibujadas y un mapa topográfico, que entregan a los comensales se titula 'Alturas, el mundo a desnivel' y contiene una frase que corta la cara: “Al dividir el mundo en alturas, como hace el hombre andino, se percibe el terreno, no como un plano horizontal, sino más bien verticalmente”. Proponen acercarse a esa cosmovisión. Virgilio, desde los tiempos del 'skate', busca lo vertical.

Habla de mañana, habla de Cuzco, habla de hijos. Habla de cómo su ayer y su hoy viajan en monopatín: “En ambos te sientes ligado al grupo. Conoces trucos, pero también improvisas. Y, lo más importante: eres libre. Me sentía libre entonces y ahora. Estos tres años nos hemos machacado, nos hemos dado duro”. Se rompió la cabeza siete veces, y cinco, el resto del cuerpo.

Tobillo, brazo, clavículas.
Y sonríe, la cara afilada, con la impertinencia del que conoció la calle. 




Foto portada: Ferran Sendra
Fotos: Brick Delgado



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