Esto es la violencia
PEATÓN. Cruzaba un paso de peatones, ese lugar en el que mueren las buenas intenciones, y un hombre comenzó a gritarme. “¿Qué miras, qué miras?”.
INAPETENCIA. Hasta ese momento no lo había visto. No vestía con harapos, no parecía un indigente. Nada en el aspecto exterior –así, de una ojeada, con rapidez– indicaba marginalidad o inapetencia social. Pasé por su lado con la ligereza del que se aparta del conflicto. “Hijo de puta, ¿por qué me miras así?”. Seguí sin dar la vuelta, evité la confrontación. ¿Qué ganaba provocando un altercado callejero?
FURIA. Mientras andaba, oía a mi espalda la furia de aquel tipo menudo y colérico, que seguía con las palabras en alto, hablándole a nadie, soliviantando la calle. “Maricón, maricón, ¿a quién miras?”.
GRAZNIDO. Entré en el restaurante en el que me esperaban y conté lo que acababa de suceder, con el cuerpo alterado por la agresividad del individuo y sus graznidos. Estar en la calle sin mirar es una actividad imposible a menos que el viandante quiera ser atropellado o arrollado por sus semejantes, a pie o sobre ruedas, incluidos skateboards, patinetes, segways y otros artilugios que mandan en las aceras con la dictadura de la liviandad. Estar en la calle sin mirar es pisar boñigas caninas y humanas, incluso extraterrestres porque se acumulan tantas heces que ya solo pueden ser de procedencia alienígena.
EXTRARRADIO. La conclusión de los otros comensales fue que el hombre era un perturbado, un pobre loco y que los chillidos eran propios de alguien en el extrarradio de lo colectivo. Lo más probable. Aunque también pudiera ser que la agresividad que supuraba estuviera alimentada por la vigilancia de los otros. El intimidador se sentía amenazado, observado, acechado por la sociedad y su respuesta era el desahogo con invectivas.
CERDO. En una plaza frecuentada por propietarios y paseadores de chuchos apareció, clavado en el césped, el cartel de un vecino molesto: “Pobre perro, tener de dueño a un cerdo...”.
RAYUELA. Es comprensible el cabreo de los ciudadanos, que juegan a una involuntaria rayuela para evitar la diseminación de excrementos. Cada vez que se publica un artículo denunciador de esas prácticas, los buenos propietarios de canes que recogen las defecaciones se enfadan. Y yerran porque los reproches no son para ellos, sino para el grupo que se desentiende de las obligaciones. ¿Cuántos son? Muchos porque no es un menudeo a lo oveja sino recuerdos de dinosaurios.
CENSURA. Al poco de ser expuesto, el cartel “Pobre perro, tener de dueño a un cerdo...” amaneció censurado. Habían extendido una mierda sobre las letras.
VIOLENCIA. Ministro del Interior, cuando usted habla de crispación o de tensiones en Catalunya demuestra que se apea poco del coche oficial. Hay discrepancia política, por supuesto, pero la violencia de verdad es otra. La de la pobreza, de la marginación, la del hombre que, en la calle, grita: “Y tú, ¿qué miras?”.
Aaaaay, amigo Pau... si los puercos solo fueran amos de perros......Un saludo!!
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