Cuando Carme Ruscalleda cruzó la calle // Sant Pau: el último menú










Un día, Ramon Ruscalleda, padre de Carme Ruscalleda Serra (1952), decidió dejar de comer fresas. Las había cultivado, y las había amado. Primero en Can Puig, después en Can Ginesta, campos verdes con llamas rojas. Fue firme en la determinación hasta el día de la muerte. Protestaba así –la resistencia de la boca cerrada– contra la decisión política que arrasó en los años 80 con los campos freseros del Maresme en beneficio de la producción intensiva, y subvencionada, en otros lugares.

Carme habla de un tiempo que se fue y en el que se cultivaban las variedades 'pájaro' o 'calella'. Semillas en el viento, desaparecidas por culpa de expresiones venenosas como 'bajo rendimiento'. "Viví la llegada del invernadero y del gota a gota", que suena a verso de Gil de Biedma. Dice sin decir que hace ya mucho de todo y que bajo los plásticos la vida fue otra. La suya había sido al aire libre, salvaje de una manera ordenada. El olor verdoso y picante de las tomateras, fijado en las aletas de la nariz para siempre.

"Los domingos recogíamos las fresas para venderlas el lunes en el mercado del Born. Mi madre, Núria Serra, siempre ha tenido un gran espíritu de payesa. Toni también venía". Toni Balam, 50 años juntos; dos hijos, Raül y Mercè; dos nietas, Mar y Tina; un restaurante célebre en el mundo, el Sant Pau, en Sant Pol de Mar, que cerrarán la noche del sábado 27 de octubre tras 30 años. Renuncian a las tres estrellas sin otro motivo que el de vivir de una forma diferente. Buena salud, buen ánimo, buen humor. Jubilar es para Carme un verbo prohibido.

Esta historia comienza con la fresa que Ramon Ruscalleda se negó a comer por dignidad y finaliza el 1 de julio de 1988, con Carme y Toni abriendo la puerta del Sant Pau –y la ilusión y el miedo–. Solo cruzaron la calle. Del número 7 del 'carrer' Nou en el que vivían hasta el 10 en el que estaba el establecimiento. Cubrir esos pocos metros fue como ir de la Tierra a la Luna.

En ese número 7 del carrer Nou, la familia vendía los productos de Can Puig, además de leche de vaca y vino de la viña y los huevos de las gallinas que criaban en el fondo, donde también alojaban el caballo y el carro con el que transportaban la carga agrícola. Los animales aún respiraban el mismo aire que las personas. En la tiendecita, con una mesa, los Ruscalleda Serra se turnaban: «Abríamos al levantarnos y cerrábamos al acostarnos. Era una casa rural frente al mar».

A los 10 o 12 años, Carme ya se encargaba de las cenas familiares, basadas en una monotonía que otorgaba seguridad: "Cada noche, 'mongetes' hervidas, pero de variedades diferentes". Las enumera en una oración: 'carall, genoll de Crist, sastre, floreta, ganxet'. «Y pescado: 'aranyes amb suc', morralla frita. La fantasía era para los postres: galletas con chocolate».

La tía, Maria Serra, le permitió «jugar a cocinar». La cocinera precoz demostraba un talento que, con los años, devino en espectacular. Un volumen de 'La teca', el clásico de Ignasi Domènech, guiaba para las elaboraciones extraordinarias: «Sin cubiertas y lleno de anotaciones». En el margen, por ejemplo, la tía Maria recomendaba menos azúcar en tal receta, pensando en el ahorro más que en la salud.

Carme quería cursar estudios artísticos, pero aquellos años no favorecían a las mujeres, y aún menos a las procedentes de familias que carecían de prestigio social: «Solo estudiaban el bachillerato la hija del doctor y la del fabricante de punto». No le permitieron ser artista, si bien su voluntad ha sido de diamante: cinceló su deseo de otro modo. Cursó con las monjas comercio mercantil y esas mismas mujeres discretas sugirieron a los padres que modernizaran la tienda para hacerla feliz. Ella tenía 15 años y se estrenaba en el mundo laboral, donde sigue a los 66.

"El cerdo me convirtió en una persona feliz"
Más que el cerdo, pobre príncipe, fueron sus productos

En este punto de la narración suelta una frase desconcertante llena de sentido: "El cerdo me convirtió en una persona feliz". Más que el cerdo, pobre príncipe, fueron sus productos. Su padre la mandó a que aprendiera charcutería con unos amigos de Tordera y en aquellas tripas encontró un mundo al que había que escuchar.

El número 7 del carrer Nou, tan importante en sus vidas, fue abandonado provisionalmente por el número 26 de la misma calle. Siendo universal, Carme se ha movido de acera a acera. El mundo, en una calle ahora peatonal. Con un optimismo inocente, llamaron supermercado a unos 40 metros cuadrados, donde ya de una forma profesional se dedicaron a la venta. Toni, que era herrero, aparece en esta parte de la narración cuando al instalar una persiana manchó con grasa las piedras de la fachada de la propiedad de su futuro suegro.

Carme y Toni siempre se habían visto sin verse: pese a compartir población, frecuentaban ambientes distintos, más brutotes y callejeros los de él, más asociativos los de ella.

La cocinera recuerda una velada musical en el Sant Pau –que después de haber sido residencia de verano (construida en 1881) pasó a ser una fonda, con distintos arrendatarios– a la que accedieron de forma furtiva, sin consecuencias para la memoria: "Éramos niños espiando desde el andén". El andén, la sombra del tren, el mar.

Sí que quedó un recuerdo, vivo y arrebolado, del primer baile en la discoteca Miliets. Él la invitó a salir a la pista y Carme, sorprendida, preguntó: "¿A mí?". Ríe –la risa limpia– mientras lo evoca.

Ella estaba en un grupo de teatro y Toni, por mediación de su hermano, hizo como si le interesara la actuación, aunque su frase en la obra solo era un trámite. A la salida de los ensayos, chicas y chicos compartían tiempo y tonteo de camino hacia sus casas. Tenían 17 años. Nunca más se han separado.

Gracias a Toni, Carme pudo dar el mordisco a lo artístico que tanto anhelaba: al hacer la mili en Barcelona regresaba cada tarde a Sant Pol para sustituirla tras el mostrador de la tienda, ya en el número 7: "Me pude matricular en la Massana. Hice un año y me saqué la espinita. Me dije: ‘Ya está’".
Regresó satisfecha a las butifarras, donde mezclaba la creatividad con las distintas partes de cerdo. Según parece, la negra, la de 'perol' con pistachos y la de huevo eran sublimes. Amplió el repertorio con los platillos para llevar, como el pollo trufado, los 'peus de porc', el fricandó, las croquetas de queso y de bacalao, "los mil canelones" que preparaban a la semana o el pastel de queso.

Compraron una máquina de pasta, de la que surgían los raviolis, que rellenaban con rustido de carne, 'mató' y albahaca. A aquellos días pertenece el lomo arlequín, con cuadrados de butifarra blanca y negra en el centro. Años después creó un plato bellísimo: bacalao a la Mondrian, probable evolución del damero.

Casados el 27 de octubre de 1975 (por casualidad, coincide con el día en el que cerrarán el establecimiento) cruzaban con timidez las puertas de los comedores de postín como el Reno o el Agut d’Avignon: «Comenzamos a viajar a Francia con un grupo del Maresme. Me quedo con el restaurante de los hermanos Troisgros. Me impresionó. Llegamos a oscuras y vimos la cocina iluminada». La luz que abre caminos.
Mudez en la primera cena

En 1987, supieron que quedaba libre el hostal Sant Pau y con el bagaje –autodidactas con ideas y una brutal capacidad de trabajo– y las hipotecas de su vivienda –en ese número 7 que todavía habitan– y la de los padres lo adquirieron, dejando a un lado la idea primigenia, que era colocar unas mesas en la tienda.

Las obras para construir su sueño los volvieron insomnes. Ramon Ruscalleda les había enseñado a comprar lo mejor y pagaron una cocina de última generación, aunque, práctico y desconfiado, les soltó al ver el mal estado del edificio: "¡Hay que venderlo enseguida!». Después de muchos días de pruebas con amigos se decidieron a abrir el 1 de julio de 1988 y ya entonces descubrieron con pavor que los clientes tienen la mala costumbre de querer cenar a la misma hora.

No recuerdan mucho del primer servicio. Una mujer le dijo a Toni que si, para celebrar, la invitaba a una botella de champán, a lo que él contestó perplejo: «Al champán invito yo, no usted». Ante los fuegos eran cuatro personas y tres en la sala. Inexperto, Toni quiso ir tan rápido que tomó las comandas a la vez y las llevó a la cocina. «Me quedé muda. Perdí la voz. No sé cómo lo hicimos». Recuperó el habla al terminar, si bien el primer año le consumió kilos: «Era un esqueleto que caminaba». Nunca pensaron en el fracaso. «Estábamos acostumbrados a trabajar», justifica Toni. «Siempre he buscado una solución. He aprendido haciéndolo», brinda Carme como filosofía. «Mi ambición fue tener un equipo de especialistas. Porque nosotros siempre fuimos una mujer y un hombre orquesta».
El menú del adiós

El menú del trigésimo aniversario –ahora de despedida– repasa intimidades con los aperitivos: croqueta de bacalao, butifarra negra y de 'perol', pastel salado de queso. Ramon Ruscalleda jamás volvió a comer una fresa, que ha sido identitaria en la culinaria de su hija. Los langostinos aparecen sobre terciopelo de tomate y fresones y el postre El Maresme se enrojece con rosas y fresas.

«Cruzar la calle fue una apuesta fuerte. Y ahora volvemos a cruzar la calle», se despide la cocinera.

Cae el último pétalo en el Sant Pau y en el plato vacío queda el rastro húmedo y rosáceo de la fresa.





[El último menú del Sant Pau]
























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