Restaurante Morralet // Barcelona / Marzo del 2022








































Morralet

Benet Mercadé, 21. Barcelona
Tf: 931.155.366
Precio medio (sin vino): 35 €


La parpatana, el mejor entrecot



La libertad es un bien escaso, también en la cocina: vivimos esposados a la tradición y a la memoria, que hay que defender sin que eso nos condene a la cadena perpetua. En cambio, Gonzalo Álvarez ha doblado las banderas en el restaurante Morralet: nació en Caracas, se formó en Barcelona, ha pasado 13 años en Tokio y ha vuelto a la ciudad que lo hizo cocinero.

Lo conocí en la capital de Japón en el 2008, cuando era el chef del Ogasawara, un palacio de 1927 que el conde con el mismo apellido hizo construir, una extravagancia de aires coloniales en el barrio de Shinjuku, que tuvo una estrella bajo el mando de Gonzalo.

De aquella aparatosidad a la práctica sencillez de Morralet, que fue antes el alabado Capet de su hermano Armando y que este trasladó a la calle del Cometa.

Veo la mirada desprejuiciada en los guisantes con butifarra negra crujiente, tripa de bacalao y... 'kimchi'. De haber sido un cocinero local el que hubiera metido picante al sagrado verde del Maresme, lo habrían condenado al exilio, pero se acepta sin problemas, y con placer, esa transgresión (al mismo tiempo, natural) con el manejo de lo asiático (de lo coreano, en este caso) de alguien que estuvo tanto tiempo domiciliado fuera.

«No quiero ser un restaurante japonés», dice, aunque tampoco renunciar a lo que aprendió en Tokio. Y a hacer ciertas cosas que en Japón no eran posibles, por la rigidez del sistema, que castiga a quien se sale de la fila. Eso de la libertad, pero sin veleros ni Perales.

Eligió el nombre de Morralet por la sonoridad y la exquisitez del pequeño cefalópodo, pero podría haberse ido a la grandeza de Parpatana, porque esa es la parte del atún que ha elegido para un plato que me ha puesto bizco de gusto.

En una bandeja, la esplendorosa pieza, marcada en la plancha y al horno. Ante el cliente, se salsea con una reducción de sake, caldo de bonito seco y jengibre. Me gusta que se lleven a cabo los trabajos de sala más allá de los restaurantes solemnes en los que los camareros tienen el porte del semáforo.

Con una cuchara, lo que demuestra su terneza, Gonzalo separa la carne del hueso. Algún estupendo denomina a la parpatana el entrecot del mar, con la ventaja de la poca masticación respecto del corte de vacuno. Vuelta a salsear y ¡mambo!

No me olvido del 'morralet' bautismal ('sepiola rondeleti'), en simpar compañía de los 'morrets' de cerdo, así que propongo un cambio de nombre para el platazo, que también sugiere un título de canción de grupo folk: 'morrets i morralets'. Gonzalo guisa las miniaturas con ajo, cebolla, tomate y pimiento y añade, además del puerco, el 'crunch' verde de la judía perona.

Equipo micro formado por Andrea Santeagueda, Sandra García y Gerard del Val, trabajo de malabaristas que igual empuñan botellas, cuchillos o nanas.

Completa y antidepresiva selección de vinos, con buenos espumosos («en Japón tenía una gran selección de cavas), como Esparter 2015 o Gramona La Cuvee 2017. Redoble para el blanco El Tòfol, de L’Enclòs de Peralba, y para el tinto La Pilosa, de Herència Altés. Los nombres de los vinos son más difícil de recordar que las claves del ordenador.

Más chachachá marinero: ostra con vinagreta de 'wasabi' y aceite de eneldo y otro montoncito de 'wasabi' (cultivado en el Montseny, algo amargo), rallado sobre la tradicional piel de tiburón, para combinar con el tartar de pez limón y aguacate. Y las yemas de erizo con una yema curada de gallina, lo que da un bocado redondo.

Postre, que deja menos tatuaje en la memoria: chocolate blanco, frutos rojos y masa 'sablé'.
«Cada diez años cambio de sitio». Caracas-Barcelona-Tokio-Barcelona.

Cocina de altura y de larga distancia de un chef sin más patria que la del 'morralet'.



El equipo

Andrea Santeagueda, Sandra García y Gerard del Val.













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