Desnudos y exhibicionistas: unas palabras sobre el 'food porn'










Para desnudarse no hay que quitarse la ropa.
La intimidad ha sido violada por cada uno de nosotros.
Hemos renunciado a lo privado: somos exhibicionistas con gabardina ante las puertas del mundo.

Las redes sociales –en las que reina la gastronomía con plumas de pavo real– nos han penetrado hasta el tuétano.

El primer impulso es pensar que somos activos –obsesivos– en busca de la gratificación inmediata. Colgamos una receta o la foto del plato de un restaurante a la espera de la reacción instantánea de los seguidores.

Chuchos con la lengua fuera reclamando el premio. ¿Dónde está mi galletita? Si las adhesiones –me gusta, retuits, likes—no llegan, ¿qué hay que pensar? ¿Somos impopulares? ¿No atinamos con los gustos?

En el futuro se adivinan sesiones de terapia para desamparados.
Las redes son tam-tam de solitarios.

Saciados de que nos rasquen la cabeza, de las alabanzas, con el yo masajeado y obeso, saquemos provecho de las millones de aportaciones gastro que a diario son volcadas en esos lugares donde se expresa la comunidad. Aprendamos de los demás, de su talento, de su habilidad.

Entendamos la comida o la cena de alguien contada por Twitter como una aportación informativa, o lúdica, en lugar de como una obscenidad, chulería o desafío.

A menudo, esas imágenes son etiquetadas como food porn, la nueva pornografía, más moral que física.
Lo indecente es convertir la obra maestra de un chef en una plasta por la impericia con el móvil.

Otro debate es cómo hay que comportarse en los restaurantes, que no son platós de fotografía, sino espacios de convivencia. Lo único que hay que aplicar es sentido común y educación.

Abrámonos paso entre la basura y el exceso y encontremos en ese océano una o varias islas en las que recalar y plantar mesa y mantel.





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