¡Dejad de hacer ruido! // #CuentoTallaS
Campana. El piso estaba en el centro del ruido. Ninguna estancia se salvaba del fragor. Con los ojos cerrados, Emilia podía saber en qué habitación se encontraba según el sonido que le llegaba. Sus padres emigraron de un pueblo donde el timbre recurrente era el de las campanas, que señalaban cada una de las horas del día y de la noche de una forma tan eterna y rutinaria que nadie se daba cuenta del tañido, a menos que cambiara el toque para anunciar muertos. En ese pueblo ni siquiera había gallos que puntearan el alba. Loza. Cuando Emilia era niña regresaba con miedo al silencio pueblerino: no estaba acostumbrada a escuchar su voz sin sordina. Agobiada por la falta de bullicio, pasaba insomne las noches y solo las campanadas le servían de guía, como las piedrecitas en el bosque, para avanzar por la madrugada. La una era un suplicio de un solo golpe. Las ocho, la confirmación de que seguía respirando y de que los otros habitantes de la casa también habían sobrevivido al va