El iluminado, el iluminador



Omnisciente. El dirigente del país asiático sorbió el té ruidosamente. Le parecía que ese era el modo correcto, incluso oficial: permitía la entrada de aire frío y molestaba a los occidentales. No se le ocurría un sistema más eficaz y revolucionario. Era el presidente del partido, era el padre de la nación, era el líder magnífico y omnisciente  y su legado crecería con el objeto que tenía en el escritorio y en el que los ingenieros habían trabajado durante años. Era el heredero político de grandes hombres que habían masacrado al pueblo para salvar al pueblo, según su infeccioso razonamiento, un genocidio que debería haber acabado con el partido y sus mandatarios –colgados o fusilados– y que les otorgó una nueva legitimidad. El pueblo, pensaban, quiere orden, y el orden quiere al pueblo.


Aceleración. La mesa del presidente era tan grande que una familia podría haberse alojado debajo. La población vivía en cajas de cartón. A veces los imaginaba como ratoncillos de laboratorio en sus laberintos. Jamás dejaban de reproducirse. Primero dividieron las viviendas en mitades; después en cuartos. Los urbanistas comenzaban a pensar, peligrosamente, en octavos. Y en el punto opuesto a la asfixiante concentración, la holgura, impertinencia y altitud de los rascacielos. Qué orgullosos estaba el régimen de las nuevas edificaciones que hablaban de brío, de expansión, de aceleración.


Desinfectante. El presidente imaginaba una torre tan alta que pudiera ser vista desde cualquier lugar del país, un faro que iluminara las sombras en las que se incubaban las rebeliones. Ningún rincón sin un foco delator y desinfectante. Ningún punto oscuro en el que los traidores pudieran hacer sus nidos. La torre como exhibición de la capacidad técnica e ideológica de los jerarcas, y también como recuerdo permanente de su presencia. Pediría un proyecto a ingenieros y arquitectos.


Bifacial. Ante la comunidad internacional se presentaban como una excepción, una rareza, una paradoja. Eran los inventores de la política bifacial: mitad comunistas, mitad capitalistas. ¿Increíble? De ninguna manera. Él pertenecía a los hermafroditas sociales: era un individualista adinerado que pensaban en lo colectivo. Solo desde la riqueza se podía ser compasivo.


Archipiélago. En aquella mesa en la que cabía una familia de tres –y si se apretaban, también los abuelos–, los objetos acogidos estaban tan juntos que recordaban un archipiélago en un mar de caoba. Un teléfono de baquelita de esqueleto antiguo e hígado de última generación, un interfono, un ordenador que apenas usaba, una carpeta con papeles que firmar y la bombilla. Estaba apagada, el cristal era traslúcido y la forma, una manzana. Habían debatido sobre la pera y el plátano y la manzana les pareció una tentación más acorde con los apetitos occidentales. ¿Acaso la manzana no era la marca tecnológica más deseada del mundo?


Comunicapitalista. Alzó la lámpara y pensó en la luz que emanaría si estuviera enchufada. Era la bombilla eterna. Sus ingenieros habían desarrollado una obra maestra. Estaban seguros de que nunca se apagaría. El coste de fabricación era muy bajo. El precio de venta, ridículo. Harían felices a millones de personas. Todo el mal que habían causado sería perdonado. El plan era maestro. De inmediato, las industrias nacionales comenzarían a soplar las manzanas de cristal. En pocos meses se apoderarían del mercado planetario, con la ruina de los competidores. Se relamía pensando en el daño que causaría a las compañías multinacionales y a las finanzas de Occidente. Ya tenían muy avanzadas otras dos cuñas para romper economías: las pilas recargables que sí se recargaban y el tóner que no se secaba en cuatro días. El té estaba frío: pidió otro por el interfono. Abrió la carpeta y firmó el decreto que prohibía el uso de la bombilla eterna en su país. De ninguna manera permitiría que sus ciudadanos se beneficiaran del avance. Él necesitaba que consumieran, que gastaran, que las lámparas se fundieran para que brillara la economía comunicapitalista.




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