Santos, que ha cumplido los 50
Bisoñez. Santos había cumplido los 50. No le parecía una edad importante, a diferencia de la opinión de su entorno. El año pasado tenía 49; este llegaría a los 51. No era diferente antes y no lo sería después. Comprendía que era simbólico, la mitad de cien años. Pocos vivían tanto, pocos encontraban la senda o el salvoconducto entre siglos. Entonces, ¿por qué no conmemorar los 40, la mitad de 80, que se acercaba a la media de lo que la gente resistía en esta vecindad? Desde ese punto de vista, celebrar los 50 era engañarse porque hasta los fatídicos 80 solo restaban ¡30 años! ¡Qué estafa! ¿Cómo habían sido escamoteados los otros 20 que justificaban que los 50 fueran decisivos e imperiales, esa mitad de la historia en la que se dejaba atrás la bisoñez y se disfrutaba de las ventajas de la experiencia?
Ceporro.
Cuando sopló los 45, una amiga le dijo que se sentía más sabia. Le confundió la
seguridad –y la envidió–. La mujer no solo se sentía más sabia –según razonó–,
sino más segura, firme en las convicciones, menos dubitativa, sin tiempo para
perder con los idiotas: “Cuando ahora digo que ‘no’ es ‘no”. ¿Cómo acceder a
ese grado de conocimiento? Cuando Santos decía que ‘no’ –fuerte, firme–, al
rato, embestido por súplicas u órdenes, según el emisor, era ‘sí’. Santos se sabía
igual de ceporro que siempre, mortalmente inseguro. Era alpiste para los
idiotas, que lo picoteaban inmisericordes.
Aluminosis.
¿Cuándo se produciría el clic de la sapiencia? ¿En qué momento bajaría la luz
dorada del saber para bañarlo y volverlo de oro, un buda de la rama de la
fabricación de plásticos? Esperando, esperando, había liquidado otro
lustro. La víspera de los 50 subió a la terraza comunitaria del piso que
habitaba, una edificación construida en los años 60 del siglo pasado con las
vigas varicosas por la aluminosis, donde antaño las mujeres colgaban al viento
la ropa y las intimidades de la familia. Se desnudó, se sentó con las piernas
cruzadas –le costó esa posición de yoga, dolorosa e inarmónica– y despidió el
día y las primeras cinco décadas. Por fortuna era verano y los vecinos se
habían ido de vacaciones. Ningún voyeur en el horizonte. Se había
asegurado de que la soledad fuera protectora. De todas formas, ¿quién tendría
interés en observar a un hombre de mediana edad –¡argg, mediana edad!– con la
chicha colgante, estriada e hinchada como la piel de una cazadora vieja.
Tortícolis. La
idea del ritual había sido de su pareja. La leyó en una revista como parte de
un reportaje: Cómo afrontar los 50 sin que parezcan los 60. Consistía en
dejar el pasado –la primera vida– envuelto en el atardecer. Para que la
ceremonia fuera exitosa –¿y quién lo garantizaba?– había que aguantar sin
moverse, contrahecho en la parodia yógica, hasta el amanecer, momento de la
resurrección: “De la (re)novación, un (re)nacimiento para afrontar de manera
feliz el mejor momento de tu (re)vida”. ¡Y una mierda! El mejor fue a los 20
años. Él le dijo a su mujer que ‘no’ y, obviamente, fue que ‘sí’. A la hora,
comenzó a estornudar, se le durmió primero una pierna y después, la otra.
Temeroso de una gripe estival, de una tortícolis o de unos calambres, lo dejó.
Cuando entró en la vivienda envuelto en una toalla, su mujer se sintió
decepcionada y le auguró un futuro de flojo. Fue el peor cumpleaños en medio
siglo.
Próstata. Pensaba
en todo eso mientras abría una carta de la seguridad social en la que le
anunciaban que formaba parte del programa para la prevención del cáncer
colorrectal. Por la edad. Por los 50. La semana que viene lo visitaba el
urólogo para controlar la próstata, otra recomendación de la media vida. Temía
ese momento como se temen los dedos en los lugares íntimos. Se dio cuenta de
que lo mejor ya había pasado. Y que no habría (re)novación, (re)nacimiento ni
(re)vida. Que los siguiente 20 o 30 serían de (re)conciliación, y aceptación.
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