La tortilla de María
{Artículo publicado en la sección Diario de un omnívoro, en la revista Vino+Gastronomía]
Lunes
Desde la mesa veía el espectáculo discreto de las tortillas. María Fernández, la mujer del chef Roberto Ruiz, las elaboraba a la vista de los comensales, aunque ninguno le prestara la atención conveniente, ajenos a la flexibilidad de las manos para dar el punto a la masa.
Lo más importante que sucedía en la sala de Punto MX,
en Madrid, era la silenciosa manipulación de los discos de maíz, cuyo resultado
era excepcional, habituados a las bases industriales fabricadas en serie,
correosas y con menos elasticidad que la cadera de un bailarín de la tercera
edad.
María seguía un ritmo milenario, marcado por varios pasos
imprescindibles.
El primero, y más necesario,
la nixtamalización, la cocción del maíz en agua con cal para ablandar el grano.
La cal facilita la asimilación de los nutrientes del maíz. Los mexicas
introdujeron esa clase de sabiduría en la dieta.
Desde tiempos prehispánicos
llegaba ese mensaje hasta los dedos de María, que metía las pequeñas bolas en
la tortillera y expedía círculos del tamaño de un cd. Grandes éxitos.
Consciente
de la proeza, Roberto dio una cifra: “En un año, 160.000. Son 450 diarias”. Puede
que fuera un argumento de divorcio. En la reserva de María estaba el tamaño de
su triunfo: no se distraía con el ruido externo.
Con su concentración había
facilitado que Punto MX estuviera entre los restaurantes favoritos de la ciudad.
“Lo difícil es el punto, saber cuándo hay que voltearlas”, admiraba su esposo.
Abierto en mayo del 2012,
habían logrado la proeza de ser una dirección codiciada por los coleccionistas
de mesas. Roberto aprendía a gestionar la notoriedad con la prudencia de los
listos: “El éxito exige más. Nos ha hecho mejores”.
Los atractivos eran
variados y peligrosos: cuando te tomabas el primer trago del cóctel Mezcaliña,
mezcal con jengibre y lima, estabas entregado y hacías palmas con las orejas si
recurrías de nuevo al destilado del ágave para contrarrestar el resbaladizo
tuétano, plato final y definitivo, horneado en el Josper y repartido en tacos
con un majado de hierbas.
Ese hueso partido les había dado fama y también un
estilo, soy-mexicano-pero-me-reinvento.
Los tacos con cortes de wagyu,
aguacate, cebolla y salsa de miltomate estaban en esa onda de unir mundos, no
así el guacamole, que un camarero aplastaba ante el comensal en un molcajete
(mortero) con la misma mecánica antigua con la que María elaboraba las
tortillas.
No era temporada de escamoles (huevos de hormigas) y lo sentí porque
tenía el recuerdo de esa untuosidad tras una visita al DF en la que me convertí
en catador de insectos.
Me tuve que conformar con animales grandes, con el
pargo zarandeado, y otra clase de huevo, este de gallina, adecuadamente picante
con chilaquiles rojos.
La frescura de los chiles era
impresionante y Roberto descubrió que procedían de una huerta de Segovia.
De
nuevo aparecía la marca de la casa, donde lo lejano se aproximaba. María, inmutable,
fabricaba la tortilla número 250.000 como otra forma de suplicio azteca.
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