Bajo el ala de un ciclón








ESPALDA. Llamada a los traumatólogos, fisioterapeutas y osteópatas: enderezad a Pablo Iglesias. Carga sobre sus espaldas el peso de España.


YANQUI. Podemos. Ganemos. Primera persona del plural del presente de indicativo. Primera persona del plural del imperativo. Aunque la terminación sea la misma, la intención es distinta. Uno y otro, hijos del we can de Obama. Hijos del imperialismo yanqui, en el viejo lenguaje que Iglesias resucita.


RESINA. Hace muchos años de aquel viaje a Cuba. No salió bien. Imposible pasear por La Habana sin que se pegase alguna de las sanguijuelas que se autodenominaban guías (no lo eran). En ningún otro lugar del mundo me había sentido un dólar con patas. En la recepción del hotel preguntaban por el Rey y en el Malecón, por Mario Conde. Entablar conversación con ellos era tocar resina.


VASCO. Después de tomar un daiquiri en El Floridita y honrar la memoria de Hemingway, esa mitología empalagosa y azucarada hacia alguien que se pegó un tiro, andamos por la calle Obispo, apartando a los plastas que quería adherirse a cambio de dólares. Ser libre en el país preso estaba resultando hercúleo. ¿A cuántos de los merodeadores dije que ‘no’? La caminata se acercaba a la violencia. La frase del acosador número 20 o 25 fue gloriosa: “Vasco, vasco malo, mira que eres malo. Hay diez millones de cubanos y con alguno te encontrarás”. ¡Vasco! ¿Qué le habrían hecho los vascos a este hombre? Encontramos a otros, amables, cariñosos, gente que no quería de nosotros más que nosotros de ellos.


TURISTA. Obama, el de we can o podemos, conseguirá, al fin, conquistar la isla. De bahía de Cochinos (la fracasada operación de conquista de 1961) a un futuro Hotel Cochinos Luxury Resort. Los turistas son los modernos marines. Si planeas una invasión, mejor enviar a tipos con chancletas que a soldados con pertrechos. A la larga, resultan más dañinos.


TRENZA. En esos días de septiembre de 1998 nos evacuaron de Santiago, donde un tironero había intentado robarnos la cámara, por la llegada del huracán Georges. De madrugada, volamos en un avión de papel tras dejar atrás un aeropuerto preparado para la devastación, con las cristaleras cubiertas por maderos. Agobiados por quedarnos encerrados en La Habana, logramos llegar a Varadero. La noche que pasábamos bajo el ala del ciclón es difícil de olvidar. Nos atrincheramos en el bungalow de un hotel sin persiana, con un cristal protegido por aspas de cinta americana para combatir las ventadas de 120 kilómetros por hora. No quise dormir para saber cuándo saldríamos volando. Por si la tensión era insuficiente, una palmera se empeñó en dar cabezazos a la ventana. Con el amanecer, el aire perdió vigor, si bien la ira de Georges –el presidente de EEUU era Bill Clinton, entre los dos Bush, los Georges– duró unos días. Los peces habían huido y las algas eran las trenzas del oleaje. La playa había sido devastada. Una de esas playas por la que comienzan las invasiones.






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