'Fuck news' // #CuentoTallaS



Logística. Cuando a la hora del desayuno su marido preguntó a Adela qué tal había dormido, ella respondió que fatal, que había tenido pesadillas y que en algún momento de la noche el colchón la incomodó como una cama de faquir. El hombre le dijo que lo sentía, le sirvió un café con leche, le dio un beso y llevó a los niños al colegio británico –que alborotaron un rato en torno a la madre resistiéndose a la partida–, primera etapa antes de comerse el alquitrán de la autopista que unía la urbanización con la ciudad y el hospital donde trabajaba. Vivir en el campo obligaba a dos coches y a una logística resuelta con elaboradísimos cuadros que colgaban con imanes en la nevera. Adela miró ese folio atiborrado de información, mientras soplaba la taza del café con leche. ¿Por qué había inventado lo de la noche naufragada? Su sueño había sido perfecto, pero soltó lo contrario al ser interpelada.


Rabia. En el coche –con el desayuno abrasando el esófago y las tertulias de la radio, los oídos– avanzó al ritmo irritante, desacompasado y calmoso de una conga en la fiesta de fin de año de una residencia de la tercera edad. Tardó más de lo habitual porque el choque entre dos vehículos había provocado el corte de un carril, lo que convertía –una vez más– la autopista en un bloque compacto de acero, caucho y furia. No tenía por qué  justificar su tardanza ante nadie del despacho de abogados del que era socia, pero al cruzar ante su secretaria con paso nervioso y antes de preguntar por las llamadas y de reajustar alguna cita de la agenda, le dijo: “Qué lata. Al pequeño vuelve a dolerle la tripa y he tenido que esperar a que llegara la canguro. ¡Ten un marido médico para esto!”. De nuevo se sorprendió por lo falso del mensaje, y por lo innecesario.


Protuberancia. La especialidad de Adela era el derecho empresarial y el trato con ejecutivos tripones, protuberancias que tenían más que ver con su estilo de vida que con la edad. Uno de estos gordos por contaminación profesional la había citado en un restaurante castellano en el que era obligatorio comer cochinillo. Sentados a la mesa y con las cartas en la mano, aquel director general, que necesitaba consejo para una adquisición, la tentó con un lechón crujiente y ella, que prefería una ensalada, hizo pucheros: “Se nos acaba de morir la mascota, un cerdito vietnamita. Comer cochinillo sería como devorar a alguien de la familia”. En ese instante deseó que el fallecimiento del guarro hubiera sido verdad porque dejaba el césped tachonado de cagadas: un campo de minas orgánicas.


Galopada. Durante un par de días mintió de manera compulsiva: fabuló con amigos, colegas y desconocidos y se arrepintió de la mayoría de embustes, sin comprender por qué los soltaba. Nunca había sido una lianta y le horrorizaba la expulsión continua de trolas por vía bucal. A la tercera noche de desembuchar invenciones, contó a su marido, que era un especialista en enfermedades infecciosas, aquella galopada que amenazaba con desbocarse. El diagnóstico fue al instante: “Hay una pandemia de mentiras. Las urgencias del hospital está colapsadas”. La sometió a un examen y concluyó de inmediato que había enfermado de falsedad, de una bacteria llamada fake news –y que los médicos, de forma privada y rabiosa, llamaban fuck news– y que era más dañina para los demás que para el paciente. El contagio era aéreo y aún no disponían de vacunas, pese a que gran parte de los humanos eran portadores. Entre los casos más graves, un montón de políticos y de periodistas, recluidos en el pabellón de infestados.


Pasajero. Adela quiso saber la duración de la enfermedad y de qué manera podía evolucionar. Su marido, también enfermo, mintió y le aseguró que tal como había llegado, desaparecería. Que no tenía que preocuparse por nada. Que era un mal pasajero. Que la quería. Que la cena había estado muy rica. Y que el mundo era, en estos momentos, un lugar más seguro.


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