Los mejores cafés de Barcelona: te quiero negro







1. JORDI MESTRE, EL NÓMADA

«No todo es tan negro», suelta Jordi Mestre (Barcelona, 1985) a modo de saludo. Especializado en el espectro entre el grafito y el ocre, que son los colores de la materia soluble que domina.

Él, como los otros protagonistas de este reportaje, está detrás de la revuelta –aún en marcha– que intenta sacar la infusión del pozo o de cualquier otro lugar húmedo, siniestro y maloliente. «En un restaurante te queman el bistec y lo devuelves. Con el café somos poco críticos». Acierta en el diagnóstico: cuántas veces lo que bebemos está más relacionado con la escoria que con el placer. Los conocedores explican que se quema a partir de los 94 grados. Máquinas incineradoras para productos muertos. Tazas blancas con la boca ancha y la altura escasa, con algo que huele a rayos y sabe a culo de mono.

Desde Nomad, Jordi combate ese veneno, el más común y tolerado. Un tostador (Roaster’s Home, donde Fran González se curra los granos), un laboratorio (Coffe Lab & Shop) y una tienda (Every Day), y el estar envuelto de manera permanente por la gasa de su aroma.

Como la mayoría de los especialistas, prefiere el de filtro (Chemex, V60, Aeropress...) al expreso: «Un concentrado, reducido. No es la manera natural. Con el de filtro encuentras los sabores de verdad». ¿Y el gusto de ese tiro entre las cejas, del sopapo que te levanta unos centímetros del suelo?

En el vaso, una delicia de Nicaragua, natural, procedente de la finca La Puerta de la familia Peralta. «La liga interesante es la de la calidad. Hay que saber quién lo ha producido. Quién hace qué. Siempre cafés de temporada. Cultivador, exportador, importador, tostador y barista».

De memoria, el calendario de la pasarela cafeínica: otoño, Brasil; invierno, Colombia, Burundi, Ruanda. Primavera-verano: El Salvador, Costa Rica. Comienza el otoño cuando este texto humea y bebemos el último saco del Nicaragua de los Peralta.

Pese al retraso respecto de otras ciudades que también se calzan las zapatillas de la modernidad y las miles de tazas «baratas y amargas» que cada día alquitranan las gargantas de los conciudadanos, Jordi es «optimista». Decir torrefacto es llamar al Leviatán. Mejores pilotos de máquinas, y máquinas mejores: las cafeteras corrientes de los bares disponen de una sola caldera y lo ideal serían dos «para mantener la estabilidad térmica». No-achicharren-los-cafés-amigos-bareros.

Jordi estudió diseño de producto, se especializó en restauración de muebles de plástico (sí, eso existe), fue a Londres, conoció el enjambre creativo de las cafeterías y quiso especializarse en ese satén: «Era una escena fantástica: joven, profesional y competitiva». El café había perfumado sus mañanas porque el padre era directivo de una multinacional del género, si bien él se escoró hacia lo artesano.

Se hizo construir un carrito con el que recorría los mercadillos los fines de semana y de esa movilidad sacó el nombre nómada de su empresa.













2. MARCOS BARTOLOMÉ, EN LA VENTANA

El aire angelical de Marcos escupe demonios en los brazos tatuados: «Alguno me lo hice yo, aburrido, esperando clientes en esa época. Ahora voy bastante arreglado: ya no llevo camisetas agujereadas». Resulta interesante escuchar a Marcos, un hombre que carga con una cajita Bosch de herramientas para arreglar cafeteras y una báscula. La báscula debería ser la (segunda) mejor amiga del barista. Queda claro cuál es la primera.

Nacido en La Rioja, la infancia de Marcos (San Millán de la Cogolla, 1989) no fue de vino sino de café. Pertenece a la cuarta generación de tostadores de la empresa logroñesa El Pato, fundada en 1908. Solo ahora es capaz de hablar de la familia sin posos, y más desde que su tío Joaquín está al frente, demostrando sensibilidad hacia el estilo del sobrino, en las antípodas «del café comercial», mitad arábiga, mitad robusta.

Estudiar fotografía le permitió revelar Barcelona. Duró poco en el oficio de la luz y se reencontró con la infusión familiar de la que escapaba en Federal Café, donde lo emplearon. «Sería sobre el 2008, 2009. Entonces el café en Barcelona era asqueroso». Encargado de Federal, fue Salvador Sans, de El Magnífico, el que restituyó el orden en ese mundo de cafés alterados. Durante los años de la turba, fue Salvador de los pocos que elaboraban con respeto (aunque había más en la resistencia).

Abrió la ventana al horizonte cafetero en el 2012. Diagnosticado de hiperactividad, Marcos no tomaba el vicio: «Me encontraba con una dualidad: me gustaba pero no podía beberlo». Esa duplicidad se repetía en lo personal: era malo, era bueno. Aquella ventana y La Marzocco GS3 fueron un lugar de aprendizaje, un imán para locos y sabios.

Uno de los que se refugió fue Joaquín Parra, que hoy lo provee de granos en su punto desde el tostador Ride Side Coffee. Habla Marcos de «una hermandad», hermanos con Joaquín más allá de la cafeína. Su credo: «El caficultor respeta la tierra. El tostador respeta al caficultor. El barista respeta al tostador». El caficultor, el tostador y el barista respetan al cliente (o deberían).

Le interesa «la ingeniería de las cafeterías» (Satan’s Coffee Corner en el Gòtic y Casa Bonay, en el Eixample) para que «el cliente tenga la mejor experiencia posible». Prefiere tomar el expreso –aunque para mantener la hiperactividad a raya lo suyo es la infusión, y en pocas cantidades– en una taza de café con leche pequeña (un chute de 21 gramos de café que se convertirán, pasados por la máquina, en 38) en busca de la armonía entre la crema y el tinto.Tinta en la piel, y en el ánimo.








3. SALVADOR SANS, EN EL ORIGEN

En 1989 –el ya citado como pionero–, Salvador Sans (Barcelona, 1960) condujo un Seat Ibiza hasta Le Havre (Normandía) en un viaje de 1.200 kilómetros entre dos mares para conocer a Philippe Jobin, autor de 'Les cafés produits dans le monde', un libro que le había reordenado el mapamundi de la cabeza.

El impacto de aquella lectura, una década antes, le hizo formularse una pregunta con sedimento: «¿Por qué mezclar los cafés si cada uno tiene su propio sabor?». También ahí estaba el porqué de la carta que envió a su padre desde Mallorca, donde lo obligaban al servicio militar, y en la que le proponía reorientar el negocio hacia la singularidad. «Teníamos que enfocarlo hacia el café de origen».

Era una epístola atrevida: con dudas sobre si seguir con el negocio familiar, había estudiado Económicas, pero el estar lejos del barrio de la Ribera obraba como impulsor. Ha sido tanta la importancia de Jobin y de la 'maison' que dirigía y que les facilitó los primeros «cafés finos», que Salvador lo recuerda con afecto y titilante emoción en la tienda-cafetería Mag, que entre semana usan como centro de formación y que de viernes a domingo abren al público.

En el sótano se conserva la tostadora de bola del abuelo, pesadísima, inamovible, cimiento de la vivienda de 1848, máquina parecida a una hormigonera y que aún asombra a Salvador por la eficacia con la que gira el bombo. «Seguro que en aquel 1989, yo era un indocumentado. Había leído algunos libros porque sabía francés, inglés…». Husmeaba –humeaba– en una librería científica de Balmes en busca de conocimientos, contactaba con franceses y alemanes, sacaba fuego y humo negro al Seat Ibiza.

El espacio ahora llamado Mag es la piedra bautismal de los Sans desde 1919: primero se instaló el abuelo, después el padre, todos llamados Salvador. «En muchos colmados tostaban. Era un bien carísimo». En 1962, el padre, Salvador Sans Domínguez, con la licencia 781, llamó El Magnífico al establecimiento porque en el registro se lo dieron a elegir entre tres nombres. El funcionario tenía una mirada épica.

Sostiene el hijo que, por entonces, la calidad general de la materia era notable, que se trataba de un comercio tutelado por el Estado y que la tempestad del robusta cayó sobre los pecadores cuando lo liberalizaron. Las plagas de la picaresca, la masificación y los polvos raros. Salvador hijo se atrevió con una tienda en 1989 en la calle de Argenteria y siempre ha agradecido al mundo gurmet que se fijara en él.

En una copa grande de vino, un etiopía de la cooperativa Nano Challa (cuatro minutos goteando en una V60, un cono con filtro). Aunque de entre todos los grandes que mima, elige el kenia. La copa da relevancia a lo que se bebe. Señala su importancia. El cáliz ennoblece la sangre.

En Mag hay una tostadora de la casa Vittoria, que solo pilota Salvador, aunque la grande se asienta en otro espacio, un gigantesco sótano cerca de Via Laietana donde las montañas de sacos, arpilleras con bonitos sellos de los países productores, trazan un paralelismo para recordar que este producto es de altura.

Salvador se refiere a la precisión y complejidad del oficio: «Hay que conocer el café y qué resultados quieres, si el destino final será para filtro o para expreso».

Advierte que hay diferencia entre «tostar y hornear» y cómo unos minutos de más arruinan las sutilezas.

Junto a la Vittoria, un cartel advierte: «El tostador necesita concentración». Este reportaje advierte: llegados aquí, el bebedor de café necesita concentración.




EL PLACER GOTA A GOTA

Algunos establecimientos de Barcelona en los que dan relevancia al café, donde no es el compasivo y ramplón final de una comida. Destruir la complejidad es cargarse el trabajo de caficultores y tostadores. Que no te amarguen la vida.


Mag by El Magnífico, Grunyí, 10.

Nomad Every Day, Joaquín Costa, 26.

Satan’s Coffee, Corner Art de Sant Ramon del Call, 11.

Bond Café, Avenir, 44.

Tarannà, Viladomat, 23.

Skye Coffee, Pamplona, 88.

Slow Mov, Lluís Antúnez, 18.

Black Remedy, Ciutat, 5.

Gresca, Provença, 230.

Espai Joliu, Badajoz, 95.

Oma Bistró, Consell de Cent, 227.

Dalston Coffee, Ramelleres, 16.

Enkel, Baixada de Sant Miquel, 6.

Sirvent, Ronda de Sant Pau, 67.




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