Un árabe, un helicóptero y Bill Clinton







Nunca pensé que cenaría a un metro y medio de Bill Clinton. Tampoco que llegaría a Nueva York en un helicóptero junto a dos pijos treintañeros ni que un hombre con chilaba estaría recibiendo auxilio médico en el helipuerto justo antes de que nosotros partiéramos.


Parece una historia descabellada pero es una sencilla concatenación de hechos.









Había viajado a la Gran Manzana –qué nombre tan ridículo– para pasar unos días con el cocinero José Andrés, que acababa de inaugurar el multiespacio gastronómico Mercado Little Spain con los hermanos Adrià.

Dada la hora a la que aterrizaba y al punto al que iba –ese nuevo barrio llamado Hudson Yards, con seis rascacielos, y que se ha convertido en la ultimísima operación inmobiliaria de Manhattan al colonizar antiguos almacenes ferroviarios– me aconsejaron que volara en helicóptero desde el aeropuerto JFK, algo que me llenaba de inquietud y calambres después de ocho horas encajado en un avión.

Fue llegar al punto de despegue y encontrar al hombre con chilaba tumbado en una camilla y con electrodos, por lo que supuse que se le había alborotado el corazón. No era la mejor publicidad para volar bajo el paraguas de un rotor.

Me pregunté qué clase de tipos eran los clientes del servicio y aparecieron dos chavalotes con americanas y gafas de sol, ejecutivos con prisa y futuros dueños del mundo.

El día era turbio, Manhattan se teñía de marrón y el helicóptero bordeó el río Hudson –del color de la tripa de una sardina muerta– con algunos saltos preventivos. Bajamos y el corazón seguía en su sitio, latiendo con aceptable rutina. Supongo que el árabe sobrevivió a su viaje.







La recepción con los Clinton se iba a celebrar en la Biblioteca Pública, edificio cimentado con libros, y José Andrés era el invitado principal, al que premiarían por la labor humanitaria al frente de la ONG World Central Kitchen, sin duda el mejor de sus trabajos.

El compromiso de José no es un truco publicitario, sino el convencimiento de que la cocina puede cambiar el mundo.

En el hotel mudé de piel y de estatus gracias a la corbata y me fui a la gala sintiéndome el intruso que se cuela en el jardín por la puerta de atrás. Los porteros me pusieron enseguida en mi sitio y fui rescatado por Satchel, ayudante de José.

Dentro de la fiesta había una segunda fiesta, en la que los mayores benefactores de The Clinton Foundation se fotografiaban con el presidente, Hillary y la hija de ambos, Chelsea, embarazada. Hice algunas fotos con el móvil y el servicio secreto me pidió sin esconderse que me abstuviera de ese ejercicio.







La cena fue bajo la cúpula de cristal del Celeste Bartos Forum. Los comensales habían pagado una fortuna por sentarse y la contraprestación era un chiste: manteles asalmonados, sillas blancas y fundas de azul esmeralda, hojas de palmeras como centros de mesa, un pinot noir que no bebería ni Bukowski y un bacalao más seco que uno de los pergaminos de la biblioteca.

El grupo de jazz impedía cualquier conversación, aunque escuché el resumen de la mujer que se sentaba a mi derecha: “Si no vas a ciertos sitios no eres nadie”. Clinton estaba en la mesa de al lado, la 13, y para resarcirme lo acribillé (¡glups!) a fotos. Seguro que al llegar a su mansión sintió que le habían robado el alma. Conversó poco con las personas que lo flanqueaban, que, por lo que me dijeron, eran estupendos contribuyentes.

Gafas blancas transparentes, en comunión con el cabello, y reloj XL en la muñeca izquierda. Lo más divertido fue la subasta benéfica. Pagaron 60.000 dólares por una botella de whisky firmada por Hillary y 120.000 por un viaje con Bill Clinton en avión privado para ver a los Rolling Stones. ¡Ah, qué juerga de septuagenarios!

Mientras escribo esto leo que se ha estrellado un helicóptero en el mismo punto al que llegué. El piloto, único ocupante, salió ileso. Me siento ahora como el hombre de la chilaba. ¿Dónde está el desfibrilador?












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