Nos sentamos una y otra vez ante el fuego









En mi juventud, las brasas buscaban la carne pequeña. Si acostábamos una parrilla sobre las ascuas, estas abrazaban, con toda probabilidad, chuletas de cordero y butifarras blancas y negras y panceta y alguna chistorra que derramaba sangre y excitaba las llamas con el grasiento goteo. Escribo abrazaba porque pudiera ser que se tratara de una estructura fija de hierro, aunque en chimeneas e improvisadas hogueras lo práctico era uno de esos armazones que sujetan y permiten dar la vuelta al instrumento con el contenido al completo.

Reunirse en torno al fuego permite un diálogo con el pasado, con seres anteriores a nosotros y cuya herencia recorre nuestras células sin que tomemos como relevante ese contenido genético.


Nos sentamos una y otra vez ante el fuego –una y otra vez, una y otra vez– e imitamos el gesto de millones de antecesores, aunque ya no lo hacemos como necesidad sino como placer. Lo que fue cotidiano es ahora infrecuente, al menos, entre urbanitas.

En el mundo rural, prender la madera es hábito y ese acto que para nosotros promete fiesta y excepcionalidad, para ellos, costumbre y, pudiera ser, monotonía. Nos hemos despegado tanto de quienes fuimos que contemplar el fuego sugiere bálsamo y terapia. Mirar las llamas en un hogar es someterse a una autohipnosis.

Mientras escribo me viene a la cabeza una comida en el restaurante Yalde, en Astigarraga, Guipúzcoa, que ya cerró, donde la especialidad eran las chuletillas al sarmiento. Me llevó Andoni Luis Aduriz, con el que he comido en establecimientos donde la materia prima sale de una cornucopia: Ibai, Portuetxe, Casa Nicolás…


En Astigarraga hay sidrerías en las que se venera la chuleta, pieza importante, pero el texto se refiere al producto que forma parte de lo cotidiano y que, a menudo, es difícil de encontrar en un establecimiento público. La parrilla presidía el patio, con mesas en un jardín zen a la vasca. Íñigo cocinaba al aire libre, algo común en la zona. En Getaria, los fuegos arden en la vía pública: de esos monumentos a los pescados grandes hablaremos otro día. 

Corderos de la sierra de Cameros, en La Rioja, y sarmientos de vides de la DO, que dan llamas valerosas y brasas insignificantes. En la mesas, las bruñidas piezas con hueso en su punto, con un pequeño cajetín con rescoldos debajo para mantener la temperatura. Ensalada de lechuga y cebolla para dar alivio a las grasas tostadas. Comimos con las manos: un gesto privado que nos incomoda hacer en público.

Para casa compré una barbacoa negra con tapa a la que le tengo bastante manía. No la entiendo, probablemente porque estoy acostumbrado a las parrillas abiertas y rústicas y con paredes de material refractario, donde es posible acceder a la leña de una forma sencilla y frontal. Mover el carbón en el ahuevado instrumento es incómodo. Nunca he estado satisfecho con lo que meto allí. Las hamburguesas dan el mejor resultado, seguidos por los picantones (más chamuscados de lo que querría). Chistorras y chorizos son una fuente de problemas. Incendian aquello con la velocidad del acelerante. Imagino a un pirómano con una bomba de chorizo en la mano. Eso sí, se cocinan rápido.

Manejar la brasa no es tan sencillo como parece. Conseguir una piel churruscante solo está al alcance de los sabios flamígeros. Incinerar una pieza lo puede hacer cualquiera. Nada más tóxico y desagradable que un pollo pintado al carboncillo. El humo tiene que vestir y no disfrazar. Ya en la mesa, las bandejas con carnes envueltas en fragantes vahos, alterando su naturaleza, con las heridas del fuego a la vista. En el plato, una tostada untada con allioli y, encima, la butifarra negra, que se ha abierto un poco, estremecida, liberando su condición cerda.

Comer con las manos y hacerlo sin vergüenza ni remordimiento.












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