Restaurante Adobo/AdoBar // Barcelona
Milanesat, 19. Barcelona
Tf: 93.595.00.01
Precio medio (sin vino): 35-40 €
Guisos que manchan el mantel
Los comedores diáfanos escasean en esta Barcelona de restaurantes encajados en rompecabezas. El de Adobo, el negocio en sazón de Enrique Valentí, es amplio, luminoso y facilitador de ojeos y contactos, lo que agradece esa clientela que va a ver y ser vista, y, a lo mejor, a ser comida: y hasta este punto, el análisis social y decorativo.
Enrique sabe de amarguras y de laureles y de trabajar para otros (Casa Paloma, Chez Cocó, BarBas, Marea Alta/Baroz) y por segunda vez es dueño de su tiempo y talento.
Adobo –y el bar AdoBar, en construcción– es una cocina de guisos (pero no solo) que el cocinero refina y afila.
Discuto con Enrique sobre el verbo y la acción: entender los adobos/marinados como un trabajo en seco o con humedad que transforma la materia prima y que facilita la conservación/cocción. La amplitud del campo solo depende de la inventiva.
Enrique dice: «Es una técnica que me representa. Se había usado para enmascarar productos poco frescos o de baja calidad, y nosotros queremos hacer lo contrario». Estoy parcialmente de acuerdo porque se busca también fijar el sabor y aflojar resistencias.
Manteles y servilletas y cazuelas y pan: aquello que corría peligro de extinción y que va siendo revivido como los especímenes de Jurassic Park. Descubro que dejo un involuntario rastro en el mantel: es una comida que mancha, es una comida con huella.
Hay un apartado consagrado al ¡sofrito! –y qué bueno el huevo abuñuelado sobre gambitas, tomate, pimiento y cebolla y un segundo rehogado, este con puerro, cebolla, papada ibérica ahumada y gurumelos– y hay lugar para la cazuela, que toco con el brío de un batería de hard rock.
Saco de ese fondo, trabajado con jerez, garbanzos, salchichitas y 'camagrocs'. El caldo es de una densidad responsable, y pica con la modestia de la pimienta negra molida gruesa. Me gusta que la marmita esté en la mesa porque es un faro.
Desordeno a propósito la crónica para elogiar el postre, un postre que se alza sobre todos los que he comido últimamente: el buñuelo gigante relleno con crema pastelera aromatizada con anís.
Observo una capa alta, fina, crujiente, exageradamente bien frita, que se deshace en la boca y que contiene el cremoso interior. «¿El secreto? La fritura al momento», cuenta Enrique. Como un Gastradamus de baratillo, auguro grandes ventas y tiempo en la carta.
Desde mi posición, ventilado junto a una puerta, veo gente que se conoce y que se saluda, tal vez vecinos, tal vez clientes que siguen a Enrique. En un sitio que acaba de abrir, esa camaradería es de estudio antropológico.
Dirige la sala y la carta de vinos –con botellas elegidas por todos los trabajadores (¡buena idea!)–, Nerea Arriola, auxiliada por Eric Baró. A los mandos de la cocina, Gerard Trilles.
Tienen un toque de brasa el bonito (jugoso) y los pimientos con ralladura de atún curado, y la carrillera, adobada con un mojo de anchoas, que llega con una ensalada de pamplinas, con una acidez demasiado alta, no así la de la emulsión de cítricos que cubre los espárragos.
Un buen trago a Maria Ganxa, cariñena del Montsant, para otro futurible 'hit' de Adobo: el tartar de picaña de vaca rubia gallega con 50 días de reposo, cortado a cuchillo y aliñado solo con sal, pimienta y yema.
A un lado, un cuenquito con especias morunas para amenizar al gusto. Cuidado porque, sin el añadido, el bocado es sensacional y el entusiasmo con los polvillos podría estropearlo. Enrique: ¿uno o dos pellizcos?
Enrique sabe de amarguras y de laureles y de trabajar para otros (Casa Paloma, Chez Cocó, BarBas, Marea Alta/Baroz) y por segunda vez es dueño de su tiempo y talento.
Adobo –y el bar AdoBar, en construcción– es una cocina de guisos (pero no solo) que el cocinero refina y afila.
Discuto con Enrique sobre el verbo y la acción: entender los adobos/marinados como un trabajo en seco o con humedad que transforma la materia prima y que facilita la conservación/cocción. La amplitud del campo solo depende de la inventiva.
Enrique dice: «Es una técnica que me representa. Se había usado para enmascarar productos poco frescos o de baja calidad, y nosotros queremos hacer lo contrario». Estoy parcialmente de acuerdo porque se busca también fijar el sabor y aflojar resistencias.
Manteles y servilletas y cazuelas y pan: aquello que corría peligro de extinción y que va siendo revivido como los especímenes de Jurassic Park. Descubro que dejo un involuntario rastro en el mantel: es una comida que mancha, es una comida con huella.
Hay un apartado consagrado al ¡sofrito! –y qué bueno el huevo abuñuelado sobre gambitas, tomate, pimiento y cebolla y un segundo rehogado, este con puerro, cebolla, papada ibérica ahumada y gurumelos– y hay lugar para la cazuela, que toco con el brío de un batería de hard rock.
Saco de ese fondo, trabajado con jerez, garbanzos, salchichitas y 'camagrocs'. El caldo es de una densidad responsable, y pica con la modestia de la pimienta negra molida gruesa. Me gusta que la marmita esté en la mesa porque es un faro.
Desordeno a propósito la crónica para elogiar el postre, un postre que se alza sobre todos los que he comido últimamente: el buñuelo gigante relleno con crema pastelera aromatizada con anís.
Observo una capa alta, fina, crujiente, exageradamente bien frita, que se deshace en la boca y que contiene el cremoso interior. «¿El secreto? La fritura al momento», cuenta Enrique. Como un Gastradamus de baratillo, auguro grandes ventas y tiempo en la carta.
Desde mi posición, ventilado junto a una puerta, veo gente que se conoce y que se saluda, tal vez vecinos, tal vez clientes que siguen a Enrique. En un sitio que acaba de abrir, esa camaradería es de estudio antropológico.
Dirige la sala y la carta de vinos –con botellas elegidas por todos los trabajadores (¡buena idea!)–, Nerea Arriola, auxiliada por Eric Baró. A los mandos de la cocina, Gerard Trilles.
Tienen un toque de brasa el bonito (jugoso) y los pimientos con ralladura de atún curado, y la carrillera, adobada con un mojo de anchoas, que llega con una ensalada de pamplinas, con una acidez demasiado alta, no así la de la emulsión de cítricos que cubre los espárragos.
Un buen trago a Maria Ganxa, cariñena del Montsant, para otro futurible 'hit' de Adobo: el tartar de picaña de vaca rubia gallega con 50 días de reposo, cortado a cuchillo y aliñado solo con sal, pimienta y yema.
A un lado, un cuenquito con especias morunas para amenizar al gusto. Cuidado porque, sin el añadido, el bocado es sensacional y el entusiasmo con los polvillos podría estropearlo. Enrique: ¿uno o dos pellizcos?
Vuelvo al sofrito para hablar del desparpajo de Adobo: el coraje es dar importancia al fuego bajo y al tiempo. Colocar un huevo y un sofrito sobre un mantel blanco.
La mancha al terminar es tan accidental como descriptiva.
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