Restaurante Chez Cocó // Barcelona / Febrero del 2022



















Pollito picante, patatas fritas y anticiclón


El 'coquelet' era espléndido al sol de febrero en ese anticiclón que parecía eterno y que confundía Barcelona con Miami.

La terraza interior de Chez Cocó, en la Diagonal, estaba llena y ni siquiera era necesario encender las estufas porque el sol latía con una fuerza inusitada en un mes diseñado para el frío.

Me pregunté por qué no había vuelto a este restaurante, que se puso de moda con una oferta que encajaba con la costumbre local del pollo a l’ast y la renovaba y ensalzaba.

Hace una década, en el 2012, los volátiles pinchados y acariciados por el gas o el carbón vivían la discreta resistencia de los barrios, sin que estuvieran presentes junto a las vitrinas de los 'chaneles' en una vía principal de la ciudad.

Buscaron en francés una palabra que abrillantara el 'ast' y les salió 'à la broche', que probablemente les parecía más distinguida a los clientes del Upper Diagonal, a quienes, por ubicación, iba dirigida la pajarería exquisita.

No creo errar si digo que entonces Chez Cocó le dio un impulso al pollo asado, lanzándolo al universo gurmet, esa palabra que molesta porque siempre significa un aumento de precio. Solo años después otros pensaron el pollastre desde la chaquetilla de alto chef.

Encargaron el interiorismo de Chez Cocó a ese-hombre-que-lo-decoraba-todo y la 'broche', a un artesano francés, con un horno castellano a un lado como compensación geográfica.








El espetón automático de Bartolomeo Scappi.




El 'Llibre de Sent Soví' (1324) habla desde las primeras páginas de l’ast y Bartolomeo Scappi, cocinero de cardenales y papas, muestra en su obra 'Opera' (1570) un espetón automático capaz de girar gracias a un mecanismo de relojería.

El movimiento continuo y la llama inextinguible son dos características actuales de la evolución de un arte antiguo. Son parientes el 'rodizio' y el trompo ('shawarma', 'gyro'…), un modo inteligente de cambiar el sentido de la cocción, vertical en lugar de horizontal.

Sin darme cuenta, pedí con coherencia plumífera: tortilla con trufa y 'botifarra del perol' (jugosa) y tinto Pícaro del Águila 2020 (muy bueno).

Pregunté a Jordi Gotor, el cocinero, por el pollito picante, que acompañé con patatas fritas: “Pesa unos 500 gramos y es de Galicia. La media de tiempo en la 'rôstisserie' es de tres horas y lo acabamos con un golpe de horno de leña una vez que el cliente nos pide el tipo que quiere, ya sea barbacoa, picante, a las hierbas o clásico. El picante lleva aceite de jalapeño verde y espolvoreamos unas guindillas rojas deshidratadas y trituradas”.

Rocié la piel bruñida con el jugo rojo (¡más guindilla, más jalapeño!) y alterné la chicha tierna con la gruesa patata en un juego de amarillos y ocres. Meticuloso, fui separando carne y huesos y amontonándolos al fondo del plato, testigos mundos y pelados de este ejercicio de reminiscencia medieval.

Y me pregunté otra vez por qué tardé tanto en regresar y cuál era el mecanismo secreto que hacía que un restaurante apareciera y desapareciera de nuestras vidas y de cómo hace diez años comenzaron un cacareo que ha tenido seguidores y de cómo lo hemos olvidado.



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