Restaurante Manairó // Barcelona
Manairó
Diputació, 424. Barcelona.
T: 93.231.00.57.
Precio medio (sin vino): 50-60 €.
Menús: 40 (mediodía), 70 y 90 €.
Mira, mira, mira
“Estoy contento porque
lo que se come aquí no se come en otro sitio. Será mejor o peor, gustará más o
menos, pero Manairó es único”.
Escucho a Jordi Herrera: no lo dice desde la
inmodestia, sino desde la singularidad.
Barcelona es una potencia gastro, aunque
pusilánime en lo creativo. La retrococina manda: a más croqueta menos
revolución.
¿Cuánta vanguardia alimenta la ciudad? Desde la discreción, Manairó
ofrece valentía.
Jordi y Roger Viñas, qué buen cómplice, nunca han hecho mucho
ruido. De las comidas y cenas que he tomado desde el 2003, esta es la mejor.
¿Por qué? Porque veo al chef menos atribulado y dispuesto a dejarse la piel, y
los tendones y el colágeno. En junio acabó de asesorar Adagio Tapas. “Me he
aceptado, he aceptado mi hiperactividad”.
Jordi está loco, en el
sentido más lúdico y explosivo de la palabra. Hace años me enseñó un taladrín
al que enganchaba una cazuela para una cocina centrifugada.
Aquel cacharro de bricoleur es hoy un aparato en pie, con
pie. El último plato, que no es siquiera plato, lo tomamos en la cocina.
Es una
carne a baja temperatura, calentado con un soplete en ese tiovivo. Tierna y con
los jugos concentrados. Le sugiero que saque el centrifugador a la sala en un
carrito para un bocado de despedida.
Será una comida de
platos acabados y otros por acabar, aún en pruebas como la butifarra de huevo
frito. El resumen es: poderío.
Escucho la charla de una pareja de comensales
–superan los 50 años— arrebatados por experiencia, con ese entusiasmo que
molesta a los nuevos inquisidores gastronómicos.
He llegado a mitad de la
crónica sin contar la recepción.
Manairó a oscuras.
Un camarero enciende una
jaula –el pájaro es de metal-- y acompaña al cliente a la mesa. Bajo esa luz,
la intimidad. Cada mesa está separada por la penumbra.
Crujiente de capipota al curry: desafío visual y físico.
El vermut de un mordisco: berberechos de lata, salsa de Martini nitrogenada y
cerveza de tomillo (la cerveza sobra).
Más asedio a lo convencional con el
lenguado a la meunière: el pescado
abuñuelado, bolitas de tempura, mantequilla de limón.
Patatas Costa Brava: tubérculo
envuelto en salsa brava (falta picante y color rojo).
Gambas ahumadas y trinxat de acelgas (con otro crustáceo
bien frito).
Cocochas de calamar con
pilpil de rodaballo: la casquería marina, a escena.
Callos de congrio con mongetes, ah, qué buena alianza, qué
plato.
Y el arroz de rabo de vaca con habitas y navaja. Me rindo.
“Voy a probar
con ostra porque tiene más agua”. Pues a por ostras, Jordi.
“Mira, mira, mira”. El
horno que ha comprado “en Montserrat para el cabrito”.
Lo tecnorrústico: el
Fakircook, la enculadora.
“Mira, mira, mira”. Miro, Jordi, miro y quiero que
todo te vaya bien, muy bien.
Atención: a la
oscuridad de la sala y a las jaulas luminosas.
Recomendable para: los que quieran conocer
vanguardia casera.
Que huyan: los de “bueno, esperaba más”.
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