Atún, trufa y engaños
[Este texto tiene más de un año: fue escrito en julio del 2014. Fue la última colaboración que me pidió la revista Vino+Gastronomía. Nunca vio la luz. Sus dueños la cerraron y desaparecieron, dejando a deber varios artículos.
Publiqué la sección Diario de un omnívoro desde principios del 2007. El artículo del debut fue El redescubrimiento del huevo.
Publiqué la sección Diario de un omnívoro desde principios del 2007. El artículo del debut fue El redescubrimiento del huevo.
Después de requerimientos y burofax siguen sin pagar]
Jueves
Hay
cocineros que son más importantes que su cocina. Andrea Tumbarello es uno de
ellos. Devorar los platos de este hombre desmesurado en su ausencia no es lo igual
que hacerlo en su presencia. Es el mejor vendedor de sí mismo y de esa cucina italiana que ha adaptado a sus
hechuras. Por eso será un reto el sostenimiento del Don Giovanni en el hotel NH
Constanza de Barcelona con una presencia alterna, repartida con los otros
escenarios donde oferta la marca, el principal, Madrid.
He leído que se metió a
chef –él, que fue economista– porque en ese Don Giovanni primigenio, que hace
nueve años compró y reflotó, le ofrecieron una “cabronada” en lugar de una
“carbonara” y suelta la misma frase ingeniosa para hablar de su carbonara, hecha con pasta fresca en
lugar de seca.
Debatimos sobre si debe llevar o no ajo –apelo
a la receta del canónico La cuchara de
plata– y con o sin, pasta fresca o seca, los espaguetis
están de lujo, así como la pizza con botarga, que necesita más ralladura de huevas
curadas de atún.
Enseña con orgullo un ejemplar de trufa de verano y habla de las
falsedades de truferos y trileros y de las mezquindades en torno al producto.
Va laminada sobre una crema de ceps y
yema, en la que hay que mojar focaccia, y es en ese plato, a la vez humilde y
oneroso, donde se concentra la fuerza y el calado del chef operístico. Imagino
a Andrea, cuerpo de tenor, interpretando a Don Giovanni, crápula y pendenciero,
y me lo creo.
Viernes
De la
botarga siciliana al atún fresco de Balfegó. Conduzco hasta L’Ametlla de Mar, a
las puertas del delta del Ebre, para subir a un catamarán y navegar a cinco
kilómetros de la costa, donde flotan las piscinas que albergan miles de ejemplares
de Thunnus thynnus.
Durante la
campaña, los dos barcos de cerco de Balfegó capturan los kilos asignados y los
trasladan hasta estas redes varadas, donde son alimentados con pescado azul
hasta que recuperan el peso que perdieron en la travesía para el desove,
atrapados en ese ir y venir desde el Atlántico hasta Baleares.
Según demanda,
los submarinistas los cazan uno a uno con arpón. La noche anterior hubo una de
esas tormentas que inundan las conversaciones y pese a que el cielo es un
cristal azul, hay mar de fondo y los buzos aguardan en el barco de sacrificio a
que el oleaje remita y puedan seguir con la rutina liquidadora.
Horas
después, sentado en el restaurante La Llotja, donde cocina Marc Miró con buenas
artes, disfruto con un tataki de atún rojo, carne perfecta que se deshace en la
boca. Y pienso en los engaños con esta maravilla y todos esos atunes pardos y
tristes que despachan pescaderos sin conocimiento y cocinan chefs ignorantes y
que los pobres clientes consumimos sin comprender porque hay un corcho en el
plato.
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