Cerrado temporalmente




Escribo una crónica semanal de restaurantes en el diario desde hace 15 años (cumpleaños que caerá en septiembre) y cuando en los días de encierro he buscado información sobre algunos, me ha saludado una leyenda sobre fondo rojo: “Cerrado temporalmente”. La sensación de tiempo detenido es desarboladora. La primera palabra de la frase destruye. La segunda, consuela.


Cerrado temporalmente: eso es lo que nos está pasando. Hemos dejado la vida en suspenso.

Desde la invisibilidad, el coronavirus transformará y modelará la sociedad con la misma violencia que una excavadora levanta la tranquila horizontalidad de un campo. Lo que era llano quedará agujereado. El capitalismo, bajo la bota del bichito. Alguien dijo, con esa ironía retorcida de Twitter, que la tos planetaria ha hecho más por la caída del capitalismo que el comunismo.

Soy escéptico en cuanto a las mejoras (soy escéptico con casi todo). Durante la crisis del 2008, decenas de sabios escribieron con la ingenuidad de los acomodados que aquel revolcón que duró años (¿y terminó o se ha fundido con lo vírico?) saldría un capitalismo progresista, social y responsable. Y sucedió, como era de esperar, lo contrario: los ricos aumentaron su fortuna mientras que a los pobres se les inclinó más la pendiente del despeñadero.

La palabra china para crisis es oportunidad, y es una mierda (China, principio y final). La fiebre ha enfermado los mercados (sea lo que sea eso, el mercado) y las bolsas caen a peso. Ignoro cuál es el significado de los espasmos, pero lo pagaremos todos, aunque ninguno de nosotros se beneficie cuando los bolsillos bursátiles se llenan. El capitalismo es asimétrico: cuando va bien, unos pocos se benefician. Cuando va mal, mazazo colectivo.

Por suerte, nuestra casa es nuestro búnker. Es una frase egoísta: ¿y los miles que no tienen hogar o se apañan en zulos que deberían avergonzar a la sociedad? Escribí una novela con un título controvertido (Una puta muy alta) en la que el protagonista decidía aislarse. La diferencia entre nosotros y Álex es que él lo hacía de forma voluntaria.

La idea sobre la que se descansa la no acción del libro es tan sencilla como exterminadora: si estamos solos, ¿alguien echará de menos nuestra ausencia? Vivimos tan aislados los unos de los otros que es fácil desaparecer. “¿Te acuerdas de?”, “¿qué paso con?”. 

Paradójicamente, el brote vírico obliga a una comunicación mayor para certificar el estado de salud de los otros. No podemos tocarnos pero es necesario hablar (desde la distancia). La soledad opcional, tan apreciada en cuanto independencia, es hoy una carga. El placer de quedarse en casa se tuerce en castigo cuando es a la fuerza.

El virus no sabe de democracia pero sí de política: ha recortado nuestras libertades y destapado a los gobernantes (que ya andaban casi en pelotas). La lentitud al tomar medidas y la tibieza de estas han permitido una expansión que podría haber estado controlada.

Nos dirigen personas con las características de las amebas: urticantes y gelatinosas. Nada que comentar de los asesores de los mandamases, anónimos para la población pero cuyos consejos son tan necesarios para nuestras cabezas como la guillotina.
Algunas de las cosas buenas –a diario nos cuentan las pésimas: el castañazo económico es inminente– que saldrán de este episodio: cuando abandonemos el encierro celebraremos lo cotidiano (un desayuno en el bar, una comida en un restaurante, una cerveza con amigos, un paseo, el vagabundeo en una librería), la sanidad pública quedará salvaguardada (ningún botarate se atrevirá a proponer recortes) y algunos jóvenes puede que tengan la necesidad de ser agricultores, demostrada la vital importancia a la hora de alimentar al mundo y que esta situación ha puesto de nuevo en la mesa. La mesa. Es en la mesa donde se construye la comunidad.

¿Volveremos a tocarnos? No lo sé. Este virus nos cambiará para siempre. Ha irrumpido en lo más íntimo.


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