La peligrosa belleza del erizo









El primero o la primera que comió un erizo demostró su desesperación.

Una bola repleta de púas difícilmente podía hacer atractivo el contenido o, al contrario, la mente especulativa sospechó que tanta protección solo podía preservar algo valioso.

En otras posibilidades con cerrojo como las ostras, el exterior era más amable, aunque las conchas reprodujeran las rugosidades geológicas. La ostra parecía cargar con el tiempo. Ambas debían ser a los ojos de los primeros humanos parte de la roca y solo la atenta observación determinaba que aquellas inmovilidades a la defensiva tenían vida.

El caracol también forma parte de la despensa inverosímil. ¿A quién se le ocurrió que una babosa estaba buena? Y las angulas y las trufas, los ojos ciegos de la tierra.


Los caracoles y las angulas, además, están faltos de sabor y necesitan aliños que compensen. Siendo ambos seres que solo ofrecen textura, unos tienen prestigio y otros, desprecio.

Soy más comedor de caracoles que de angulas por culpa del precio, y solo desde una visión económica puedo entender que los alevines de la anguila originen expectación y los seres arrastrados, congoja. Sería al revés si intercambiaran los precios. Puede que sea también una percepción psicológica en la que intervenga la baba y la sospecha de que el caracol aporta más suciedad que entusiasmo.

Y es falso, porque a ningún otro ser vivo se les aplica el verbo purgar. Parece una venganza inquisitorial contra el gasterópodo.

Regreso a los erizos y a un tema puntiagudo: ¿hay que comerlos cocinados o al natural? El modo original es el segundo. La tradición en los puertos del Alt Empordà, en Catalunya, es abrirlos y atacar las gemas del interior con pan y un trago de un vino que en el pasado fue rudo tal vez por el azote de la tramontana. Así se hizo desde el inicio de los tiempos, cuando ni siquiera existía el pan. Y así lo tome en mi última visita a un restaurante antes de que el coronavirus mandara en nuestras vidas.

Fue en el Motel Empordà, en Figueres, hotel de carretera que fue cruce en la fundación de la nueva cocina catalana allá por los años 70. Lo abrió Josep Mercader y desde la temprana muerte en 1979 está en manos de Jaume Subirós, su yerno. Quise en esa última comida, sin saber aún que nos despedíamos, repetir clásicos como las habitas con menta fresca, en la carta desde 1973, o ese ejemplo de alta cocina pobre que son las raspas de anchoa rebozadas. Y hubo, claro, erizos. Llegaron con la peligrosa belleza que los caracteriza, abiertos por la mitad.


Los colores variaban del naranja al negro, pasando por algún rojo de labios pintados. Quien no lo sepa, se lo descubro ahora: lo que se come es el aparato reproductor. Puede que nos confunda la estética y el sabor a concentrado de mar, pero no recibiríamos con el mismo alborozo unas criadillas de toro.

La casualidad temporal me había llevado unos días antes a otro histórico, El Racó d’en Binu, en Argentona, uno de los restaurantes más misteriosos del mundo. En 1979 en España solo había cinco establecimientos con dos estrellas, y ningún triestrellado, y El Racó fue uno de ellos. Después los gastrónomos lo olvidaron y lo dieron por enterrado.


Ha sobrevivido hasta el cierre imperativo por el virus: Francesc Fortí prepara un hojaldre de campeonato. Uno de los bocados imprescindibles son los erizos: “Glaseados que no gratinados”, insiste el chef ante la perplejidad del cliente.

Las semiesferas espinosas llegan a la mesa con una gota de salsa holandesa en el centro. Se considera que Fortí fue de los primeros en prepararlos calientes –habría que estudiar la cronología–. Asegura con la vehemencia de los viejos maestros que no lleva lácteos.

El erizo es un ingrediente a la defensiva. Una vez abierto, ofrece con lujuria sus partes más íntimas. Tendría que ser un plato para amantes.











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