Cuentos víricos // La plenitud del ser antisocial





Aunque llevaba años alertando a quien quisiera escucharlo –sin que eso (lo de escucharlo) pasara a menudo–, la epidemia afianzaba el criterio de César. Y a diferencia de los que fingían modestia al hacer diana con un augurio, César proclamaba que sí, que había acertado de pleno y que había advertido de un apocalipsis en forma de enfermedad si la gente seguía manoseándose. El tiempo del coronavirus era el mejor tiempo posible. Por fin su ser antisocial encontraba la plenitud. César se relacionaba de una forma hosca. No soportaba que lo tocasen. Temía la enfermedad con el miedo supersticioso de los primeros humanos. Para él, esa gente que ofrecía abrazos gratis en la calle le parecía más peligrosa que una tarántula del tamaño de un dinosaurio.

Ya de niño huía de los besos de la madre, que raramente conseguía rozarle las mejillas. El contacto con los hermanos era imposible y esquivaba los puñetazos fraternos como si dispusiera de un muelle en la cadera. A lo largo de la adolescencia ideó varios sistemas para evitar el contacto. Embadurnarse con jabón fue poco eficaz y muy llamativo. Nadie le puso la mano encima pero se ganó un buen número de resbalones. Regresó a casa tan limpio como magullado. Comenzó a ser conocido como El Condón por sus obsesiones profilácticas y porque un día tuvo la fatídica idea de presentarse en el instituto envuelto en papel film. Era como si la momia se hubiera vestido con transparencias. Lo frieron a golpetazos pero el plástico impidió que las sucias manos llegaran hasta la piel. Se dio por satisfecho, pero no volvió a repetir la estrategia protectora porque el envoltorio estuvo a punto de provocarle una trombosis. Los menos crueles le reservaron el apelativo de El Sándwich.

Practicaba una higiene obsesiva. Su rutina en el cuarto de baño ocupaba un tiempo interminable: al dejar la ducha, su epidermis era la de un conejo pelado. No salía de casa –actividad que con los años fue reduciendo hasta dejar suprimirla– sin la mascarilla, los guantes y el gel desinfectante en la mochila (líquido inútil porque no daba la mano a nadie y, además, se enguantaba los dedos). La afluencia de turistas asiáticos suavizó la excentricidad de la máscara. Incapaz de vivir con otras personas, adoptó la soledad como la mejor de las compañías. El teletrabajo fue la salvación. La arrolladora entrada de las plataformas televisivas, el paraíso. Los repartidores a domicilio de cualquier cosa, lo mejor que le había pasado a la Humanidad desde la invención del mando a distancia. Relacionarse con seres humanos durante más de dos minutos era ya del todo innecesario.

El coronavirus había llegado y César lo esperaba. La gente tenía que aprender en horas lo que él llevaba toda la vida entrenando. Mantener la distancia dejaba de ser un acto arisco para convertirse en una recomendación sanitaria. Limpiarse las extremidades superiores de forma minuciosa estaba bien visto. Dar la mano o besos pronto estaría perseguido por la policía. Se protegió como si fuera a inspeccionar la central nuclear de Chernóbil y, después de muchas semanas, pisó la calle de nuevo. Le complació el espectáculo: las avenidas vacías, libres de congéneres. Paseó como un terrateniente por el cortijo. Se sintió un explorador del nuevo mundo. Vivía con euforia lo que los demás sufrían con pánico.

Había entendido que el Covid-19 solo era un ensayo. Un virus había hecho sucumbir al planeta, los Gobiernos estaban desbordados, la tos seca y la fiebre hacían temblar el sistema financiero. Estaba seguro de que el mundo lo superaría, para extinguirse con la llegada, en el futuro, de una enfermedad masiva, aterradora e incurable. Y ya como único habitante de la Tierra no tendría que preocuparse por si alguien lo tocaba.




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